LO ENTENDERÁS MÁS TARDE
Dominio público |
II. El sentido de nuestra
filiación divina. Omnia in bonum!, todo es para bien.
III. La confianza en Dios no
nos lleva a la pasividad, sino a poner los
medios a nuestro alcance.
«Y recorría ciudades y aldeas enseñando,
mientras caminaban hacia Jerusalén. Y uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que
se salvan?» Él les contestó: «Esforzaos para entrar por la puerta angosta,
porque muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán.
Una vez que el dueño de
la casa haya entrado y cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a
golpear la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos". Y os responderá:
"No sé de dónde sois". Entonces empezaréis a decir: "Hemos
comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas". Y os
diré: "No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los que obráis la
iniquidad". Allí será el llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a
Abraham y a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios,
mientras que vosotros sois arrojados fuera. Y vendrán de Oriente y de Occidente
y del Norte y el Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Pues hay
últimos que serán primeros y primeros que serán últimos» (Lucas 13,22-30).
I. Lo que Yo hago no lo entiendes ahora... dice el Señor a
Pedro. También a nosotros nos ocurre lo mismo que a Pedro: no comprendemos a
veces los acontecimientos que el Señor permite: el dolor, la enfermedad, la
ruina económica, la pérdida del puesto de trabajo, la muerte de un ser querido.
Él
tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida y la felicidad eterna.
Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo.
Incluso nos ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que, sin embargo,
aceptamos. ¿No nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia amorosa?
Ante
los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del alma
una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en Ti me
abandono. Ya entenderé más tarde.
II. Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a
Dios (Primera lectura, Año I. - Romanos 8, 28). El sentido de la filiación
divina nos lleva a descubrir que estamos en las manos de un Padre que conoce el
pasado, el presente y el futuro, y que todo lo ordena para nuestro bien, aunque
no sea el bien inmediato que quizá nosotros deseamos y queremos, porque no
vemos más lejos.
Esto
nos lleva a vivir con serenidad y paz, incluso en medio de las mayores
tribulaciones. Por eso seguiremos el consejo de San Pedro a los primeros
fieles: Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de
vosotros (1 Pedro 5, 8). Por eso, en la medida en que nos sentimos hijos de
Dios, la vida se convierte en una continua acción de gracias.
Incluso
detrás de lo que humanamente parece una catástrofe, el Espíritu Santo nos hace
ver “una caricia de Dios que nos mueve a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le
diremos al tener noticia de un acontecimiento que nos llena de pesar. Así
reaccionaron los santos, y así hemos de aprender nosotros a comportarnos ante
las desgracias de esta vida”.
III. El abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna
manera a la pasividad, que en muchos casos sería negligencia, pereza o
complicidad.
Hemos
de combatir el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro
alcance, sabiendo que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con
ninguno, es grato a Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos.
Apliquemos en cada caso lo que esté de nuestra parte, y después, ¡omnia in
bonum!, todo será para bien.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org