Grégoire Ahongbonon
rescata en África a enfermos mentales abandonados o encadenados por sus propias
familias. «No hay que tenerles miedo, tan solo necesitan amor y medicinas»,
dice
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Foto: Obispado de Segorbe-Castellón |
60.000 enfermos mentales en
25 años, en cuatro países del África occidental: estos son los números que
acompañan la labor de Grégoire Ahongbonon, de Benín, un laico de 66 años que
lleva toda su vida rescatando de las calles –y muchas veces, de sus propias familias–
a personas que padecen alguna enfermedad mental.
Aquellos que son vistos por
sus parientes y por su pueblo como víctimas de una maldición o como poseídos
por el diablo, Grégoire los ve simplemente como «los olvidados de los
olvidados», y después de rescatarlos les ofrece la acogida y el tratamiento
psiquiátrico y farmacológico que necesitan.
«La situación de estas
personas es una vergüenza para la humanidad. Es increíble que en el tercer
milenio haya hombres, mujeres y niños encadenados, abandonados por las calles,
comiendo de la basura y bebiendo de las tuberías el agua de la lluvia», afirma el
beninés, que está en España estos días presentando el libro Grégoire,
cuando la fe rompe las cadenas, del periodista Rodolfo Casadei, publicado
por Ediciones Encuentro con un prólogo del psiquiatra Enrique Rojas.
Grégoire recuerda
especialmente el caso de un chico encadenado de pies y manos en un cuarto en su
casa, donde le había recluido su familia «por ignorancia», excusa Grégoire: «no
hay que culparles, es el dolor el que les lleva a encadenar a sus hijos». «El chico
estaba podrido y tenía gusanos en la carne –explica–, y nos costó tanto
liberarle que tuvimos que usar herramientas para hacerlo. Cuando llegó a
nuestro centro me dijo: “No sé cómo dar a Dios las gracias”, y me hizo una
pregunta que me llegó al corazón: “¿Puedo vivir todavía?”. Lamentablemente,
estaba tan descompuesto que murió días después».
La motivación de Grégoire
es puramente espiritual, y comienza con la Eucaristía. «Mi primer deseo por las
mañanas es comer a Cristo para después dejarme comer por los demás», cuenta en
el libro. Fue al volver de una peregrinación a Tierra Santa cuando se preguntó
cuál era su lugar en la Iglesia: habló con su mujer y decidieron comprar una
nevera para guardar la comida y el agua que repartían por las noches a los
mendigos de su ciudad. Crearon un grupo de oración que visitaba a los enfermos
y empezaron a reunir a los que recogían por las calles en la capilla de un
hospital. Poco a poco, Dios fue dirigiendo sus pasos a los enfermos mentales.
«Tenemos miedo de ellos,
pero sin motivo –explica–. Con el tratamiento adecuado se pueden recuperar.
Algunos son directores de nuestros centros, o enfermeros», porque uno de los
pilares de su obra es que los enfermos que están mejor se ponen a disposición
de los recién llegados. «Es muy bonito verles ayudar a otros, se les ve felices
y contentos. Son ellos los que cortan ahora las cadenas de los demás». Tan solo
«hay que amarlos y darles confianza», y disponer de un tratamiento que Grégoire
financia solo con donativos de particulares: «Buscamos dinero para su
medicación y se empiezan a reconstruir. Y los que mueren, al menos pueden morir
dignamente».
«Yo he pasado delante de
ellos muchas veces –reconoce con sencillez–, y nunca me paré. Pero un día me
detuve al ver a un enfermo mental buscando comida en la basura. Ese día mi
mirada cambió. Vi a Jesucristo delante de mí».
Y desde entonces ha seguido
viéndolo todos los días.
Juan Luis Vázquez
Díaz-Mayordomo
Fuente: Alfa y Omega