Hace
74 años, las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasiaki experimentaron la
fuerza destructiva de las bombas atómicas lanzadas por los Estados Unidos. Con
esta acción se puso fin a la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico
El padre Arrupe, quien fue superior general
de los jesuitas entre 1965 y 1983, fue testigo de aquella catástrofe.
La Bomba atómica
Uno
de los hechos más terribles que ha vivido la humanidad es la destrucción de las
ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Allí la humanidad se dio cuenta del
poder destructor que tenía entre sus manos. En pocos segundos, horas, semanas,
el número de víctimas entre las dos ciudades rondaba el medio millón de
personas muertas. A continuación, reproducimos algunos fragmentos de cómo el p.
Pedro Arrupe cuenta su experiencia en Hiroshima, quien tras llegar a este país
asiático en 1938 se puso inmediatamente a aprender la lengua y costumbres
japonesas.
El
8 de diciembre de 1941, unas horas después de la entrada de Japón en la
contienda, fue arrestado y encarcelado por las autoridades locales bajo la
acusación de ser espía. Fue liberado al cabo de unas semanas y al poco tiempo,
nombrado maestro de novicios en Nagatsuka, una pequeña localidad situada a
siete kilómetros de lo que luego sería el epicentro de la explosión nuclear en
el centro de Hiroshima.
Vivencia
Pedro
Arrupe recogió en el libro –‘Yo
viví la bomba atómica’– sus vivencias del día de la tragedia y los meses
posteriores. El 6 de agosto de 1945 se encontraba en una casa con 35 jóvenes y
varios padres jesuitas, cuando a las 08:15 horas vio «una luz potentísima,
como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos”.
Al
abrir la puerta del aposento, que daba hacia Hiroshima, “oímos una explosión
formidable, parecido al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante
puertas, ventanas, cristales, paredes endebles…, que hechos añicos iban cayendo
sobre nuestras cabezas”. Fueron tres o cuatro segundos “que parecieron
mortales”, aunque todos los allí presentes salvaron sus vidas. Sin embargo, no
había rastro de que hubiera caído una bomba por allí.
Ante
ellos se extendía “un enorme lago de fuego” que con el paso de los minutos dejó
a Hiroshima “reducida a escombros”. Los que huían de la ciudad lo hacían “a
duras penas, sin correr, como hubieran querido, para escapar de aquel infierno
cuanto antes, porque no podían hacerlo a causa de las espantosas heridas que
sufrían”.
Responder al sufrimiento
Arrupe,
que había estudiado medicina, y el resto de los jesuitas improvisaron un
hospital en la casa del noviciado. Allí lograron acomodar a más de 150 heridos,
de los cuales lograron salvar a casi todos, aunque la gran mayoría de ellos
sufrieron los devastadores efectos de la radiación atómica en el ser humano.
Más de 70.000 personas murieron el día de la bomba en Hiroshima y otras 200.000
quedaron heridas. A finales de 1945, la cifra de muertos había
ascendido a 166.000 personas.
Pedro
Miguel Lamet, biógrafo de Arrupe, refiriéndose a cómo esta experiencia lo marcó
afirma: “La bomba atómica marca el centro del itinerario espiritual de Pedro
Arrupe. Aquel instante eterno en la capilla, frente al reloj parado por la
explosión, desata en su interior otro estallido de amor. Pedro transforma la
fuerza destructora, que acabó con 200.000 japoneses, en energía para la
creatividad.
Arrupe
experimentó en Japón lo que en lenguaje oriental se denomina la
"iluminación". Una y mil veces repetía: "Lo vi todo claro. Lo veo
todo claro. Siempre fui feliz".
Del
libro Yo viví la bomba atómica, reproducimos el siguiente relato: Todos
quedaban en las afueras de la ciudad, y cuando les preguntábamos qué era en
realidad lo que había pasado, nos contestaban con mucho misterio:
- Ha
explotado la bomba atómica.
Y
al instante:
- Pero
¿qué es la bomba atómica?
- La
bomba atómica es una cosa terrible.
- Que
es terrible ya lo hemos visto; pero díganos qué es.
Y
terminaban diciendo:
- La
bomba atómica es… la bomba atómica.
Porque
ellos tampoco sabían más que el nombre. Era una palabra nueva que entonces
entraba por primera vez en el diccionario. Además, saber que era la bomba
atómica la que había explotado, no nos ayudaba nada, desde el punto de vista
médico, ya que nadie en el mundo conocía sus efectos en el organismo humano;
nosotros éramos en realidad los primeros conejillos de Indias de
experimentación.
Pero
sí nos ayudó, y mucho, desde el punto de vista misionero. Porque nos dijeron:
-
No entren en la ciudad porque hay un gas que mata durante setenta años.
Y
entonces es cuando uno parece sentirse más sacerdote, cuando sabe que hay
dentro de la ciudad cincuenta mil cadáveres que de no ser cremados, originarían
una peste terrible. Además, había ciento veinte mil heridos que curar.
Ante este hecho un sacerdote no puede quedarse fuera para salvar su vida.
Manuel Cubías – Ciudad del Vaticano
Vatican News