La caridad supera las fronteras cuando el prójimo, sea quien sea,
reclama nuestra atención

Desde el comienzo de la
parábola, es notable que la pregunta del letrado sobre cómo alcanzar la vida
eterna no revela un corazón limpio, sino que desea «poner a prueba» a Jesús. Busca examinarle
sobre la ley mosaica y sus exigencias porque Jesús tenía fama de no cumplirla o
de suprimir alguna de sus exigencias.
Otro dato que merece tenerse
en cuenta sobre la actitud del letrado es la apostilla del evangelista cuando
dice que, «queriendo aparecer como justo», pregunta a Jesús: «Y, ¿quién es mi
prójimo?». Cualquier israelita sabía que prójimo era el más cercano que
necesitara ayuda, medios para subsistir. Eran también los huérfanos, viudas y
emigrantes, que vivían indefensos, sin recursos y marginados de la sociedad. La
pregunta sobre el prójimo, sobre todo en labios de un letrado, revelaba
ignorancia fingida o retórica vana.
La respuesta de Jesús no es
abstracta. Cuenta una historia que, según algunos estudiosos, podía haber
tenido lugar por aquellos días. Un hombre, que bajaba de Jerusalén a Jericó,
fue asaltado por bandidos que le despojaron de todo e, hiriéndole, le dejaron
medio muerto. Pasaron por allí un sacerdote y un levita que, dando un rodeo,
pasaron de largo. Pasó un samaritano que, al verlo, sintió compasión. Lo montó
en su cabalgadura, lo llevó a la posada y lo cuidó. Al día siguiente, le dio al
posadero dos denarios y le dijo que cuidara de él y que le pagaría a su vuelta lo
debido.
La actitud de este
samaritano es el núcleo de la parábola. Jesús escoge adrede, frente al
sacerdote y al levita, un enemigo clásico de los judíos: un samaritano. A pesar
de la enemistad, es el que siente
compasión por el herido. La expresión más exacta del verbo griego es se le conmovieron las entrañas, la misma
que utiliza la parábola del hijo pródigo para expresar los sentimientos del
Padre cuando ve retornar a su hijo perdido.
El samaritano es el signo de
la compasión de Dios. No le basta curarle las heridas, lo sube a su cabalgadura
y le lleva a la posada para que le cuiden hasta su vuelta. Esta caridad sin
medida contrasta con la frialdad del sacerdote y del levita, que, seguramente
para no contraer impureza ritual, pasaron de largo para poder hacer sus
oraciones en el templo.
Al terminar la parábola,
Jesús recoge la pregunta del letrado y se la devuelve a modo de interpelación
moral: ¿Quién actuó como prójimo? El letrado respondió: el que tuvo
misericordia de él. Y Jesús le sitúa en el mismo camino de la compasión: Vete y
haz tú lo mismo. Se ha pasado de una pregunta sobre quién es el prójimo a una
actitud moral: tener misericordia del prójimo. La novedad evangélica de esta
parábola es que Jesús rompe el esquema de las relaciones humanas para situar en
el centro de la acción a un «enemigo» que practica la caridad en contraste con
quienes debían haberlo hecho por ser precisamente hermanos de mismo pueblo y
religión.
La caridad supera las
fronteras cuando el prójimo, sea quien sea, reclama nuestra atención. El amor
verdadero no se fija en culturas, razas, lenguas religiones. Sobran las preguntas
retóricas sobre quién es o no nuestro prójimo —¿acaso no lo sabemos?— y sobra
mantener apariencias de justos cuando todos necesitamos la misericordia de
Dios. Sobra, sobre todo, querer poner una trampa a Cristo, que es la Verdad suprema, pues él sabe mejor que nadie lo que existe en el
interior del hombre. Como el letrado, podemos caer en nuestra propia trampa.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia