En la calma de Dios la ira se desvanece
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Karl Fredrickson - Unsplash |
En ocasiones me arrepiento de
mis actos. Escribo lo primero que brota de mi corazón. Algunos me insinúan que
debería dejarlo reposar más.
Brota la vida de mi boca, digo
lo primero que he pensado. Nace en el corazón. No puedo callarlo. La rapidez de
mis pasos me abruma. ¡Me resulta tan difícil hacer las cosas más
despacio!
Quisiera hacer una oda a
la lentitud. Un canto de alabanza a los que van despacio. A los
que me enseñan otra forma de mirar la vida. Otra forma de entender el tiempo.
El
tiempo es eterno. ¿Por qué voy con prisas? La lentitud es un arte en un mundo
que busca y ama la velocidad. No tolera los retrasos. No soporta la pérdida de
tiempo.
Veo que me falta paciencia para
esperar que las cosas sucedan a su debido momento. Cuando toca. Cuando la
semilla muere y surge la planta. Cuando el fruto está maduro y cae.
Yo quiero
que todo ocurra ahora, en mis manos, mientras estoy mirando, de
forma inmediata. Me agobio esperando una cola para acceder a lo que deseo.
Aguardo impaciente a que alguien actúe, se mueva, decida, ejecute lo que ha
planeado.
Me cuestan las personas sin
sangre en las venas. Esas a las que se les pasea el alma por el cuerpo. Nunca
tienen prisa. Siempre tienen tiempo. Aunque luego lleguen tarde y hagan esperar
a otros.
Sé muy bien que las prisas no
traen nada bueno, es verdad. Y que no por mucho correr llego antes a
ningún sitio. A lo mejor es que no lo puedo evitar. Me acelero sin darme
cuenta.
Tengo fuego en mis venas. Y
también tengo paz interior al mismo tiempo. Corro por los caminos. Quisiera
aprender a caminar despacio sin exagerar demasiado. Detenerme ante cualquiera,
sin prisas. Hay tiempo.
Una persona decía: “Almas
rebeldes, llenas de tormenta y calma en su interior. Rezo para que volvamos a
encendernos con la llama del primer amor”.
El fuego en mi interior me hace
capaz de lo mejor. Y al mismo tiempo me puede volver precipitado, impetuoso,
impaciente.
Actúo movido por ese fuego, por
ese viento que dentro de mí golpea con fuerza. Me precipito y digo lo que no
quiero decir. No sé callar con calma, a
paso lento. Las prisas no son buenas.
Acelero mi paso buscando
respuestas. Quiero que lo que digo se lleve a cabo. No tengo paciencia con los
lentos.
Comenta el papa Francisco: “Entonces
todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si
no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y
finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los
impulsos, y la familia se volverá un campo de batalla”[1].
Calma en mi andar es lo que
deseo. Calma en mis palabras y gestos. Paciencia para respetar el curso lento de
la vida y detenerme ante el que me sale al encuentro.
Todo crece con lentitud. Desde
esa semilla que muere lentamente hasta el sol que amanece a su ritmo pausado,
siempre al mismo ritmo.
¿Cuáles son mis tiempos? Quiero
aprender a contemplar con alegría el lento devenir de todo lo que pasa. Con
los ojos bien abiertos para no perderme nada. Con la mirada puesta en lo que
veo y en lo que sueño. En lo que observo y en lo que intuyo.
Quisiera saber detenerme en
silencio, con calma, ante lo que sucede de forma precipitada delante de mis
ojos. Aprender a perder el tiempo. Aprender a callar antes
de decir lo inadecuado.
Antes de decidir lo incorrecto.
Antes de hacer lo que no corresponde, lo que no es un bien para mí, ni para
otros.
Necesito silencio
para madurar y crecer en mi interior: “El
silencio es la última trinchera que nadie puede cruzar, la única habitación
donde hallar la paz, el estado en el que el sufrimiento baja por un instante
los brazos. El silencio fortalece nuestra debilidad. El silencio nos arma de
paciencia. El silencio en Dios devuelve el coraje”[2].
Quiero
aprender a recluirme en mi mundo interior. Y allí cargar el corazón de
paciencia y coraje.
De amor profundo y respeto. En la calma de Dios la ira se desvanece.
En el silencio sobran las
palabras. Y mis palabras hirientes se convierten en susurros sin fuerza, apenas
audibles. Y toda la pólvora que parecía tener en mi alma deja paso a una paz
honda que calma el corazón y amansa el mundo.
Me gusta la vida que transcurre
dentro de mi alma. Sólo así logro cambiar el ambiente, la atmósfera que me
rodea.
Quiero aprender a caminar
despacio. A hablar despacio. A callar muy dentro de mi alma. Es lo que más
quiero. Vivir sin prisas. Con la paz del
niño que descansa seguro en el corazón de su padre.
Así quiero hacer las cosas. Que
dejen huella honda mis pies pesados, pausados. No vuelo con rapidez, camino con
calma haciendo historia. Quiero aprender el arte de la lentitud para no
precipitarme.
Hago una alabanza a las personas
lentas, que siempre tienen tiempo. Que educan a los demás, a mí mismo, en la paciencia.
Y en el respeto al tiempo que hace que toco crezca lentamente.
Quiero calmar mi alma inquieta.
Me quedo quieto, en silencio, escuchando. Y sonrío mirando el paisaje ante mis ojos
callados.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia