Aprendo a ser humilde cuando soy humillado

No depende de lo externo, de lo
que sucede fuera. Tiene que ver con lo más hondo de mi alma. Tiene que ver con
la sencillez de vida que me hace capaz de saborear con la misma actitud las
victorias y las derrotas.
Me gusta la humildad del
humilde, sea este un fracasado o un vencedor. Eso no importa. Se lleva dentro.
Como un sello grabado en el alma.
¡Cuánto
cuesta ser siempre humilde! Para llevar con paciencia las críticas. Y acoger
con paz los halagos.
Poco importa. La respuesta es la misma.
El corazón humilde que mira
conmovido, con algo de timidez, con una sonrisa honda, llena de luz,
transparente.
El humilde brilla en medio de
los orgullosos. ¡Qué curioso! Creo a veces que delante del victorioso el
humillado no destaca. Pero no es así. Admiro a los humildes. Pero a mí, ¡cuánto
me cuesta serlo! Me lo propongo. No aprendo.
Parece ser que el
camino tiene que ver con las humillaciones. Aprendo a ser
humilde cuando soy humillado. ¡Qué duro este camino!
Decía el papa Francisco: “La
humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las
humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de
soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el
camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia
viene a través de la humillación de su Hijo, ese es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a
Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo”[1].
Preferiría alcanzar la humildad
sin tener que pasar por la humillación. Recibirla como una gracia, como un don. Me
duele tener que ser humillado. No entiendo muy bien que sea el
único camino, quizás sí el más rápido.
Para ser humilde hay que
abajarse, hacerse cercano a la tierra, al barro. En el silencio en el que me
confronto con mis límites, con mi verdad, me humillo. Ahí miro a Jesús que me
dice que me quiere como soy, en mi pobreza.
Leía el otro día: “Si el
hombre quiere imitar a Cristo, le basta con observar sus silencios. El silencio
del portal, el silencio de Nazaret, el silencio de la sepultura sellada son un
único silencio. Son silencios de pobreza, de humildad, de
abnegación y de abajamiento en el abismo sin fondo de su kenosis, de su
anonadamiento”[2].
Jesús fue humillado en silencio,
sin buscar defensas, sin rechazar la humillación del anonadamiento. Fue despojado
de todo sin decir nada. Fue abandonado sin resistirse.
Yo rehúyo las humillaciones, las
evito, me rebelo contra ellas. No quiero aparecer débil ante nadie. No quiero
sufrir.
Me
duele que me humillen y me recuerden mis derrotas. O saquen a relucir todos mis
defectos. Y me traten
de acuerdo a mi debilidad reconocida y conocida.
Es verdad que Dios ya me conoce.
Sabe cómo soy por dentro. Ha visto mi corazón y su fragilidad. Y me sigue
queriendo. Pero Él es Dios.
Los hombres no tienen por qué
saberlo todo de mí. No tienen por qué conocer mis flaquezas. Me da
miedo que luego me traten de acuerdo a mi fragilidad. Eso
no me gusta tanto.
Me cuesta aprender la humildad a
fuerza de humillaciones. Aprender a ser humilde sufriendo.
Santa Teresa en Las
Moradas me recuerda su importancia: “Mientras estamos en esta tierra, no hay
cosa que más nos importe que la humildad. Jamás nos acabamos de conocer, si no
procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza acudamos a nuestra
bajeza, y
mirando su limpieza veremos nuestra suciedad”.
Miro a Dios y compruebo lo
pequeño que soy. Y yo me creo a veces tan grande y poderoso…
Me gustan los que triunfan, pero
no me gusta el orgullo. Admiro a los humildes, pero no amo la humillación.
Admiro al que asume
voluntariamente un papel secundario pasando desapercibido. Al que no quiere
destacar ante los demás de todo lo que sabe. Al que sabe callar y no habla
nunca en exceso.
Al que acepta
las correcciones sin poner una mala cara. Al que no presume de
lo que tiene ni se aferra a su orgullo defendiendo sus posturas. Al que sabe
reírse de sí mismo y acepta con alegría que otros también lo hagan.
Admiro a los humildes. En ellos
el ego no triunfa, no se impone. Admiro su mirada afable y su deseo de
reconocer que yo valgo más, que soy más importante que ellos.
Me gustaría ser así y ceder
siempre el lugar. Postrarme, renunciar a mi orgullo, quedarme en un segundo
plano. Me gusta esa mirada humilde. La quiero para mí.
Acepto que la humillación es el
camino más rápido para ser humilde. El camino más despejado, más directo.
Temo al vanidoso. Me cuesta
aceptar al orgulloso. Al que habla siempre de victorias sin reconocer sus
derrotas.
Creo que la
humildad es el camino que me ayuda a pedir perdón. Cuando he
herido a otros. Cuando no he hecho las cosas como debía.
Reconocer la propia culpa es un
acto de humillación. Me humillo, me abajo, renuncio a mi
posición de privilegio y acepto las críticas y condenas.
Me hacen bien las humillaciones.
Me hacen más necesitado de Dios. Sin Él nada puedo. Me siento tan pequeño y
frágil a su lado… Un hombre impotente incapaz de gobernar su propia vida.
La
humildad me lleva a mirar a Jesús en mi necesidad. Sin Él no puedo caminar.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia