La pasión de Cristo es el mayor servicio prestado a los hombres, pues muestra el camino a la gloria, nos arranca de la esclavitud, y nos convierte en siervos de los hombres
El drama de Adán y la pasión
de Cristo son inseparables. En la Semana Santa ambos se relacionan e iluminan.
Adán fue hecho por Dios señor y rey de la creación: su misión era gobernar el
mundo creado y conducirlo a la plenitud de la gloria. Pero cayó dominado por la
aspiración de ser Dios, olvidando que llevaba su imagen y semejanza.
De rey
quedó convertido en esclavo, obligado a cultivar la tierra con sudor y
recibiendo en recompensa espinas y abrojos. Su vida se convirtió en un camino
de sufrimiento y cruz.
El drama de Cristo comienza
cuando decide hacerse siervo de los hombres, como dice el texto de Filipenses
que leemos este domingo de Ramos en la segunda lectura. El Hijo de Dios escogió
el camino opuesto al de Adán: se anonadó, se humilló y se hizo obediente hasta
la cruz. La desobediencia de Adán fue redimida por la obediencia de Cristo. Y
gracias a esta obediencia, el hombre —todo hombre— puede recuperar su dignidad
perdida.
La celebración de la Semana
Santa, que inicia el domingo de Ramos, contempla este doble drama en el que
estamos implicados. Somos el viejo o el nuevo Adán en la medida en que
escojamos el camino de la soberbia, como el primer hombre, o —por el contrario—
caminemos siguiendo a Cristo, nuevo Adán, desde la humildad a la gloria. Por
eso, la pasión de Cristo según Lucas leída este domingo comienza en la
celebración de la Cena, donde Jesús hace esta pregunta a los discípulos:
«¿Quién es más, el que está a la mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a
la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27).
La pasión de Cristo es el
mayor servicio prestado a los hombres, pues muestra el camino a la gloria, nos
arranca de la esclavitud, y nos convierte en siervos de los hombres. En esto
consiste la dignidad humana y el verdadero señorío, que pretendemos lograr
mediante el poder, el dominio y la manipulación de los demás. Cristo se
anonada, desciende de su cabalgadura, como buen samaritano, para servir al malherido
del camino, que es símbolo de la humanidad dañada por el pecado.
La liturgia del domingo de
Ramos nos presenta a Jesús, que entra triunfante en Jerusalén y es aclamado con
palmas y vítores como Rey. En cierto sentido se anuncia el triunfo de la
resurrección. Pero la escena cambia enseguida. Jesús aparece como un condenado
a muerte que carga sobre sí mismo el pecado de los hombres. Es el Siervo de
Dios y de los hombres, cuya misión es desandar el camino de Adán: desde la
esclavitud a la gloria. El Cristo que carga con el madero de la cruz y sufre
los tormentos de la pasión es la imagen de lo que el hombre es cuando se deja
dominar por la soberbia de creerse Dios y poseer el dominio absoluto sobre el
mundo y los hombres.
Sólo un hombre nuevo,
restaurado según la imagen de Cristo, puede ser rey de lo creado y conducir el
universo hacia su fin último. Por eso esta enseñanza no es meramente teológica,
sino moral. En su magnífica obra Las dos
ciudades, san Agustín saca las consecuencias sociales de estos misterios
cuando presenta dos ciudades opuestas: la de Dios y de los hombres.
El fundamento de la primera
es el amor de Dios hasta el olvido de sí mismo; la segunda se sustenta en el
amor desordenado a sí mismo hasta el desprecio de Dios y de los hombres. ¿No
sucede esto en la actualidad? La Semana Santa es, ciertamente, la celebración
de los misterios de la fe cristiana. Pero celebramos también la justicia que
debe regir este mundo. Sería un error quedarnos en la piedad superficial que se
reduce a las emociones externas si no entendemos que Cristo ha venido a
restaurar el orden social dominado por el pecado del hombre.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia