Esta parábola se dirige a quienes no entendían que Jesús tratara con
pecadores
El movimiento hacia la
conversión siempre empieza en Dios. Dios es quien, sirviéndose de causas
diversas, llama al hombre a salir de su pecado, desandar el camino errado, y
volver a la casa paterna. Salir del pecado es imposible para el hombre, sólo
Dios puede hacerlo. «Dejaos reconciliar por Dios», dice san Pablo.
En este sentido, los
convertidos no son sólo los que pasan de la incredulidad a la fe. Son también
los que cada vez que caen se levantan hasta entonar el mea culpa del hijo
pródigo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme
hijo tuyo». Por eso, lo propio de Dios es esperar a que su llamada sea
escuchada.
En la parábola del hijo
pródigo, aunque no se diga expresamente, el padre está esperando la vuelta. Lo
sugiere la frase: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió».
El padre oteaba el horizonte, y pudo descubrir en la lejanía —el pecado siempre
es lejanía— la figura entrañable del hijo, quizá irreconocible en sus débiles
andares, al borde del desfallecimiento. «Su padre lo vio y se conmovió —dice el
evangelio—; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo».
Dice U. von Balthasar que
«nunca describió Jesús al padre celeste de una manera más viva, clara e
impresionante que aquí». Los pintores han representado al padre como un
anciano. El amor, sin embargo, le impulsa a correr, a arrojarse al cuello y
cubrir de besos al hijo. Cuando éste se excusa, el padre no responde con
palabras. Su acogida es calurosa y desmedida: Ordena que le pongan el mejor
vestido, anillo en la mano y sandalias en los pies y prepara un banquete para
festejar que ha revivido.
Esta es la conversión: una
fiesta por recuperar la vida. El pecado es la muerte: «Estaba muerto». La
conversión es vida: «Ha revivido». Dios se ha servido del pecado, del
alejamiento, del deshonor que suponía guardar cerdos, del hambre y la
desolación de sentirse humillado, para llamar a su hijo desde lejos, sin que se
diera cuenta, y recuperarlo para la vida. En esta parábola está resumido el
evangelio. Es el evangelio hecho narración precisa y acción sagrada. Jesús nos
ha dado el secreto de su misión, porque, aunque él no lo diga, al contarlo está
describiendo qué ha venido a hacer entre nosotros:
revelarnos al Padre.
De hecho, esta parábola se
dirige a quienes no entendían que Jesús tratara con pecadores, comiera con
ellos y los considerase amigos. Jesús se narra a sí mismo en su relación con
quienes criticaban su actitud misericordiosa con los pecadores. Estos están representados
en el hijo mayor que no entiende el derroche del Padre y se atreve a juzgarlo
echándole en cara que nunca le ha dado un cabrito para comérselo con sus
amigos. También aquí el padre se muestra padre: sale a la búsqueda del hijo
mayor que, indignado, se negaba a entrar en la casa y celebrar la fiesta con su
hermano.
Y cuando el padre escucha
los argumentos del hijo mayor, le revela el secreto de su paternidad: «Hijo, tú
siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte porque este hermano
tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado».
Los dos hijos estaban lejos
del padre: uno, dilapidando la herencia; el otro, desconociendo que todo era
suyo. Uno se había ido de casa; el otro, estaba dentro. Los dos eran pecadores
a su manera. Los dos necesitaban que el padre los atrajera hacia sí. Con esta
parábola, Jesús interpela a los que están dentro de la casa sin conocer al
padre, imagen de Dios. Y pone el ejemplo de quien se marcha lejos, muy lejos,
al país de la muerte, donde descubre que es preferible ser jornalero a morir de
hambre. No sabía que el padre no quiere jornaleros, sino hijos.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia