Pedro Casado y Anthony Enitame son seminaristas
en Madrid y Cádiz, respectivamente. Están en el segundo curso y la historia de
su vocación no es la habitual
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Anthony Enitame. Foto: Alejandro Moreno.
A la derecha: Pedro Casado. Foto: Archimadrid/José
Luis Bonaño
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Casado respondió a Dios afirmativamente con más de 40 años y una
experiencia fuerte de Dios en un barrio marginal de Montevideo, a donde se fue
durante un año dejando atrás su exitosa carrera profesional.
Anthony Enitame se convirtió en candidato al sacerdocio tras haberse
criado como protestante, convertirse al catolicismo, abandonar Nigeria y cruzar
el desierto y vivir varios años sin papeles en España.
Entre otras muchas
características que tiene la llamada de Dios al sacerdocio, una de ellas es que
puede llegar en cualquier situación y momento, a tiempo y a destiempo. Y otra
es que se trata de algo insistente, que no es flor de un día, sino que se mantiene
en el tiempo. Algo así han experimentado Anthony Enitame y Pedro Casado,
seminaristas de Cádiz y Madrid, respectivamente, con experiencias vitales
particulares antes de llegar al seminario.
En el primer caso, porque
se está preparando para el sacerdocio después de jugarse la vida cruzando
África y de vivir sin papeles en España; y en el segundo, porque la respuesta
llega más allá de la cuarentena y tras dejar una exitosa carrera profesional
como abogado.
La historia de la vocación
sacerdotal de Casado comenzó en 2003 durante la visita de san Juan Pablo II,
cuyas palabras –«merece la pena dar la vida por la causa del Evangelio»– le
tocaron en lo más profundo. Desde entonces, la inquietud siempre estuvo ahí,
aunque no veía claro cuándo dar el paso. Y aunque, como él mismo reconoce en
conversación con Alfa y Omega, «he tenido todo lo que un hombre
puede desear», le seguía faltando la felicidad y la plenitud que veía, por
ejemplo, en sus padres. «Sentía que había una llamada dentro, un escozor. Todos
los Días del Seminario, cuando en la parroquia hablaba un seminarista, yo salía
muy enfadado porque no tenía aquella paz», reconoce.
Así, con la ayuda y el
consejo de su hermano, que tenía un amigo jesuita en Uruguay, cruzó el charco
para alejarse de su entorno, de las influencias laborales y personales para
estar cara a cara con Dios. En principio, iba a hacer un trabajo de oficina y a
vivir en un barrio más o menos acomodado de Montevideo. Pero Dios le tenía
preparada una sorpresa.
Le pidieron ayuda para
acompañar a un sacerdote mayor dehoniano que se quedaba solo en el Santuario de
Lourdes, en uno de los barrios más deprimidos de la capital uruguaya. Solo iba
a estar dos meses de los seis que duraba el viaje, pero se quedó todo el tiempo
y lo amplió seis meses más.
«Había realidades muy
complicadas, niños que comían en cartones, infraviviendas, asesinatos… Pero, no
me preguntes por qué, allí encontré la plenitud, descubrí que esa era mi vida.
Solo puedo decir que fue Dios. Cuando ya decidí quedarme allí definitivamente y
ampliar mi estancia en Uruguay, me encargaba de la intendencia de la casa, de
trabajar con los chicos del barrio, de dar catequesis en dos colegios y de
atender todo tipo de problemas que nos llegaban. Me di cuenta de las diferentes
pobrezas que hay, de las materiales y también de la pobreza espiritual»,
explica.
Casado cuenta con emoción
cómo un niño de apenas 12 años, Nicolás, de una familia muy desestructurada,
acudía cada semana a él, le daba la mano y caminaban juntos durante 20 minutos.
Luego le sonreía y se iba. «Lo comenté con el sacerdote, le dije que no
entendía lo que estaba pasando ni sabía qué tenía que hacer. Él me contestó que
nada; el chico necesitaba una figura masculina a la que acudir, con quien
sentirse protegido, que fuera un ejemplo».
Con esta experiencia de
Dios, que además fue muy pastoral, como él mismo reconoce, Pedro Casado volvió
a Madrid en marzo de 2016 con la intención de incorporarse al curso
introductorio al seminario en septiembre. Al año siguiente, entraría en el seminario
y hoy está en el segundo curso. «Desde que encontré el camino, lucho por ser
santo cada día, hoy. Si este camino de santidad me lleva a que el Señor quiera
que sea sacerdote, el obispo me impondrá las manos dentro de unos años. Si no,
el Señor sabrá a dónde me quiere llevar. Yo me he fiado del Señor y de la
Iglesia y eso me da una paz terrible», concluye.
Del desierto al seminario
El caso de Anthony Enitame
es también significativo de la insistencia con la que Dios llama. Su camino
tampoco fue el habitual. Nació en una familia protestante, aunque él se
convirtió al catolicismo tras entrar en una iglesia y asistir a una Eucaristía.
Ya en Nigeria, cuando era pequeño, con 8 o 9 años, sintió algo dentro que le
movía a entregarse a Dios. En este camino de discernimiento, Dios se sirvió de
otros sacerdotes que para él fueron un modelo, en Nigeria y, sobre todo, en
España, donde fue la Iglesia la que le acogió con los brazos abiertos cuando no
tenía la documentación en regla.
Este camino estuvo jalonado
por su experiencia vital, por la muerte de su padre y por la decisión de salir
del país para buscar un futuro para él y para su familia. Un largo viaje, con
un desierto que cruzar y muchos compañeros caídos por el camino. Un recorrido
en el que Dios se ha ido haciendo presente a través de pequeños milagros y en
el que Anthony Enitame se iba resistiendo a responder a su llamada. Finalmente,
dijo sí.
Como caso excepcional, no
solo por la experiencia vital sino también por las diferencias culturales, la
acogida y el acompañamiento de esta vocación también es particular, tal y como
explica a este semanario el rector del Seminario de Cádiz, Ricardo Jiménez
Merlo. «Hay elementos de su propia cultura que nosotros tenemos que aprender y,
de algún modo relativizar. Se trata de ayudarle a que gane confianza que le
permita la apertura, la disponibilidad y la entrega de corazón… No hay que
olvidar que esta persona ha tenido que atravesar un desierto, que llega con
heridas, desconfianzas…», añade.
En este sentido, recalca
que uno de los signos de que hay vocación es que la llamada, la inquietud se
mantiene en el tiempo y «no aparece Dios como si te cayera una bomba en la
cabeza». Es importante el discernimiento en todos los casos, pues la llamada
hay que confirmarla, clarificarla, ver qué elementos muestran que realmente hay
vocación.
Anthony no tiene más que
palabras para agradecer a Dios por cómo le ha cuidado, por cómo le ha ido
poniendo las personas adecuadas en su camino para llegar hasta donde esta hoy.
«Desde el principio y hasta hoy, Dios ha estado presente, Dios existe, y busco
momentos continuamente para darle gracias», concluye.
Fran Otero
Fuente: Alfa y Omega