HUMILDAD PERSONAL Y CONFIANZA EN DIOS
II. El gran
obstáculo de la soberbia. Manifestaciones.
III. Ejercitarse
en la virtud de la humildad.
En aquel tiempo, Jesús
bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de
discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de
Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus
discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de
Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis
saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os
insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del
hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los
profetas. Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido
vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis
hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si
todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con
los falsos profetas. (Lucas 6,17 20-26)
I. Sé la roca de mi
refugio, Señor, un baluarte donde se me salve..., rezamos en la Antífona de
entrada de la Misa. Él es la fortaleza y la seguridad en medio de tanta
debilidad como encontramos a nuestro alrededor y en nosotros mismos; Él es el
agarradero firme en cada momento, a cualquier edad y en toda circunstancia.
Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza, nos dice el profeta
Jeremías en la Primera lectura, será un árbol plantado junto al agua, que junto
a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja
estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.
Por
el contrario, es maldito quien, apartando su corazón del Señor, confía en el
hombre, y en la carne busca su fuerza. Su vida será estéril, como un cardo en
la estepa. Sé la roca de mi refugio, Señor: la humildad personal y la confianza
en Dios van siempre juntas. Sólo el humilde busca su dicha y su fortaleza en el
Señor. Uno de los motivos por los que los soberbios tratan de buscar alabanzas
con avidez, de sobreestimarse a sí mismos y se resienten ante cualquier cosa
que pueda rebajarles en su propia estima o en la de otros, es la falta de
firmeza interior: no tienen más punto de apoyo ni más esperanzas de felicidad
que ellos mismos.
Por
esto son, con mucha frecuencia, tan sensibles a la menor crítica, tan
insistentes en salirse con la suya, tan deseosos de ser conocidos, tan ansiosos
de consideraciones. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se agarra a una
débil tabla, que no puede sostenerlo. Y sea lo que fuere lo que hayan logrado
en la vida, siempre se encuentran inseguros, insatisfechos, sin paz. Un hombre
así, sin humildad, sin confiar en su Padre Dios que le tiende continuamente sus
brazos, habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita, como
nos dice hoy la liturgia de la Misa. El soberbio se encuentra sin frutos,
insatisfecho y sin la paz y felicidad verdaderas.
El
cristiano tiene puesta en Dios su esperanza y, porque conoce y acepta su propia
debilidad, no se fía mucho de lo propio. Sabe que en cualquier empresa deberá
poner todos los medios humanos a su alcance, pero conoce bien que ante todo
debe contar con su oración; y reconoce y acepta con alegría que todo lo que
posee lo ha recibido de Dios. La humildad no consiste tanto en el propio
desprecio -porque Dios no nos desprecia, somos obra salida de sus manos-, sino
en el olvido de sí y en la preocupación sincera por los demás.
Es
la sencillez interior la que nos lleva a sentirnos hijos de Dios. «Cuando
imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú
eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo
demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio,
nosotros, en Dios, somos lo permanente». En medio de nuestra debilidad
-cualquiera que sea la forma en la que se presente- nos sentimos junto a Dios
con una firmeza indestructible.
II. Los mayores obstáculos
que el alma encuentra para seguir a Cristo y para ayudar a otros tienen su
origen en el desordenado amor de sí mismo, que lleva unas veces a sobrevalorar
las propias fuerzas y, otras, al desánimo y al desaliento, al ver los propios
fallos y defectos. La soberbia se manifiesta frecuentemente en un monólogo
interior, en el que los propios intereses se agrandan o desorbitan; el yo sale
siempre enaltecido.
En
la conversación, el orgullo conduce al hombre a hablar de sí mismo y de sus
propios asuntos y a buscar la estimación a toda costa. Algunos se empeñan en
mantener su propia opinión, con razón y sin ella; no dejan pasar cualquier
descuido ajeno sin corregirlo, y hacen difícil la convivencia. La forma más vil
de resaltar la propia valía es aquella en la que se busca desacreditar a otros;
a los orgullosos no les gusta escuchar alabanzas de los demás y están prontos a
descubrir las deficiencias de quienes sobresalen. Tal vez su nota más
característica estriba en que no pueden sufrir la contradicción o la
corrección.
Quien
está lleno de orgullo parece no necesitar mucho de Dios en sus trabajos, en sus
quehaceres, incluso en su misma lucha ascética, por mejorar; exagera sus
cualidades personales, cerrando los ojos para no ver sus defectos, y termina
por considerar como una gran cualidad lo que en realidad es una desviación del
buen criterio: se persuade, por ejemplo, de tener un espíritu amplio y generoso
porque hace poco caso de las menudas obligaciones de cada día, y se olvida de
que para ser fiel en lo mucho es necesario serlo en lo poco. Y llega por ese
camino a creerse superior, rebajando injustamente las cualidades de otros que
le superan en muchas virtudes.
San
Bernardo señala diferentes manifestaciones progresivas de la soberbia:
curiosidad -querer saberlo todo de todos-; frivolidad de espíritu, por falta de
hondura en su oración y en su vida; alegría necia y fuera de lugar, que se
alimenta frecuentemente de los defectos de otros, que ridiculiza; jactancia;
afán de singularidad; arrogancia; presunción; no reconocer los propios fallos,
aunque sean notorios; disimular las faltas en la Confesión...
El
soberbio es poco amigo de conocer la auténtica realidad que anida en su
corazón. Examinemos hoy en la oración si valoramos mucho la virtud de la
humildad, si la pedimos al Señor con frecuencia, si nos sentimos constantemente
necesitados de la ayuda de nuestro Padre Dios, en lo grande y en lo pequeño. Oh
Dios -le decimos con el Salmista-, Tú eres mi Dios, te busco ansioso, en pos de
Ti mi carne desfallece, tiene mi alma sed de Ti, como tierra seca, sedienta,
sin agua. Puede servirnos de jaculatoria para repetir a lo largo de este día.
III. El olvido de sí es una
condición indispensable para la santidad: sólo entonces podemos mirar a Dios
como a nuestro Bien absoluto, y tenemos capacidad para preocuparnos de los
demás. Junto a la oración, que es el primer medio que debemos poner siempre,
hemos de ejercitarnos en esta virtud de la humildad; y esto en nuestros
quehaceres, en la vida familiar, cuando estamos solos..., siempre. Procuremos
no estar excesivamente pendientes de las cosas personales; la salud, el descanso,
si nos estiman y aprecian, si nos tienen en cuenta...
Procuremos
hablar tan poco como sea posible de nosotros mismos, de los propios asuntos, de
aquello que nos dejaría en buen lugar; evitemos la curiosidad, el afán de
conocerlo todo y mostrar que se conoce; aceptemos la contradicción sin
impaciencia, sin malhumor, ofreciéndola con alegría al Señor; procuremos no
insistir sobre la propia opinión a no ser que la verdad o la justicia lo
requieran, y entonces empleemos la moderación, pero también la firmeza; pasemos
por alto los errores de otros, disculpándolos, y ayudémosles con caridad
delicada a superarlos; aceptemos la corrección, aunque nos parezca injusta;
cedamos en ocasiones a la voluntad de otros cuando no esté implicado el deber o
la caridad; procuremos evitar siempre la ostentación de cualidades, bienes
materiales, conocimientos...; aceptemos ser menospreciados, olvidados, no
consultados en aquella materia en la que nos consideramos con más ciencia o con
más experiencia; no busquemos ser estimados y admirados, rectificando la
intención ante las alabanzas y los elogios. Sí debemos buscar mayor prestigio
profesional, pero por Dios, no por orgullo ni por sobresalir.
Creceremos
sobre todo en esta virtud cuando nos humillen y lo llevemos con alegría por
Cristo, nos alegremos en el desprecio, seamos pacientes con los propios
defectos, nos esforcemos en gloriarnos de las flaquezas junto al Sagrario,
donde iremos a pedirle al Señor que nos dé su gracia y no nos abandone, y
reconozcamos una vez más que no hay nada bueno en nosotros que no venga de Él,
que lo personal es precisamente el obstáculo, lo que estorba para que el
Espíritu Santo nos llene con sus dones. Aprenderemos a ser humildes
frecuentando el trato con Jesús y con María. La meditación frecuente de la
Pasión nos llevará a contemplar la figura de Cristo humillado y maltratado
hasta el extremo por nosotros; ahí se encenderá nuestro amor y un vivo deseo de
imitarle.
El
ejemplo de nuestra Madre Santa María, Ancilla Domini, Esclava del Señor, nos
moverá a vivir la virtud de la humildad. A ella acudimos al terminar nuestra
oración, pues «es, al mismo tiempo, una madre de misericordia y de ternura, a
la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno
materno; pídele que te alcance esta virtud que tanto apreció; no tengas miedo
de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los
humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca
de su Hijo, será con toda seguridad oída».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org