Manos
Unidas reúne a mujeres representantes de organizaciones con las que trabaja en
algunos de los países más afectados por la violencia machista en América Latina
El machismo
perpetúa la violencia y las desigualdades. Por el contrario, cuando se
reconocen los derechos de la mujer en igualdad con el varón, «comienza el
desarrollo de las comunidades; mejoran la sanidad y la salud para las mujeres,
para los niños, para la población entera…».
El diagnóstico
de Lizette Hernández, de la asociación civil Kalli Luz Marina, que trabaja con
mujeres indígenas en el Estado mexicano de Veracruz, es compartido por otras
activistas por los derechos de la mujer en El Salvador, Ecuador, Paraguay y
Colombia, que participaron el lunes en la mesa Mujeres contra la violencia en
América Latina, organizada por Manos Unidas como parte de los actos de
lanzamiento de su campaña anual.
Procedentes de algunos de los países con mayor tasa
de feminicidios del planeta, sus organizaciones –todas ellas socias locales de
la ONG de la Iglesia en España para el desarrollo– luchan por romper «la
espiral de pobreza y violencia contra las mujeres que se transmite de
generación en generación», en palabras de la paraguaya Mirta Lezcano, una de
las fundadoras de Tatarendy, organización nacida en una parroquia de Asunción
que trabaja para rescatar a mujeres de la calle o de infraempleos como la
recolección de chatarra y residuos en los vertederos de la capital.
«La inmensa
mayoría sufrieron abusos sexuales en la infancia. A los 15, ya son madres. Y a
los 30 o 35, abuelas». Ese ciclo perverso se rompe cuando estas mujeres
aprenden a leer –algunas terminan licenciándose en la universidad–, se agrupan,
toman conciencia de sus derechos y se forman para un empleo. No solo sus vidas,
es el entorno entero el que se va transformando de esta manera.
«Víctimas de
una cultura patriarcal»
La pobreza acentúa pero por sí sola no explica la
violencia machista. Así lo hace notar Desiree Bozzeta, trabajadora social con
las Adoratrices de Lima en un hogar que rehabilita a mujeres traficadas y
trabaja con mujeres en situación de prostitución o de violencia de género. El
mediático caso de la española abducida por el líder de una secta peruana
–subraya– recuerda que ni siquiera una mujer con alto grado de formación es
inmune a caer en las redes de algún depredador.
A la
normalización social de la discriminación de la mujer se une la complejidad
psicológica de los procesos de victimización, en los que la propia víctima
llega a sentirse la culpable de su situación. Y cuando alguna se atreve a dar
el paso y a denunciar a su agresor –apunta Diana Marcela Torres, del Servicio
Jesuita a Refugiados en Colombia–, «lo primero que se encuentra es con un bedel
que la mira con desconfianza y con un policía que le pregunta si de verdad ha
interpretado bien lo sucedido con su pareja». Al llegar a juicio, «me he
encontrado con fiscales que lo único que les interesa saber es: “¿Pero la
desfloró o no?”».
«Somos víctimas de la cultura patriarcal», cree Ana
Ruth Orellana, del Movimiento Salvadoreño de Mujeres (MSM). Y para desmontarla,
se necesita el apoyo de los varones. Algunos –dice– reaccionan con violencia
ante el empoderamiento de sus parejas, pero «tenemos hombres aliados en la
deconstrucción de esta forma hegemónica y violenta de masculinidad». En esa
línea, Orellana relató los talleres del MSM con chicos jóvenes para inculcarles
«nuevos modelos de masculinidad respetuosos con la mujer», línea en la que
aseguraron trabajar también las representantes del resto de organizaciones.
«A los varones de entrada les cuesta perder sus
privilegios», apuntó Mirta Lezcano, pero eso se acaba «una vez que descubren
que no se trata de competir con ellos, sino de complementarnos, y cuando
comprenden que esa complementariedad hace la sociedad mucho más rica».
Fuente: Alfa y Omega