No hacía distinciones de clases sociales ni religiosas, pues era para
todos
Siempre se ha echado de
menos que los evangelios no narren el día a día de Jesús al estilo de un diario
que recogiera con detalle la actividad de lo que llamamos su ministerio
público.
Los evangelios no son biografías al estilo moderno, ni pretenden
darnos información exhaustiva sobre todo lo que dijo e hizo Jesús. Tenemos, sin
embargo, suficientes datos para formarnos una idea de cómo participó en la vida
de sus contemporáneos. Y podemos decir que nada de esa vida le resultó ajeno.
Cuando san Lucas sintetiza
la vida de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles, dice simplemente
que «pasó haciendo el bien». El domingo pasado veíamos a Jesús, junto a su
madre y sus discípulos, participando en unas bodas a las que fue invitado,
donde realizó el milagro de la transformación del agua en vino.
Jesús no era, como Juan
Bautista, un asceta retirado al desierto para hacer penitencia. Realizó su
actividad de modo itinerante, acompañado de sus discípulos y de un grupo de
mujeres que le seguía con fidelidad, como sabemos por el relato de la Pasión.
Esto le permitió entrar en contacto con ciudades y aldeas donde predicó y
realizó curaciones y milagros. Pasando por Naín, se encontró con el cortejo
fúnebre de una viuda que llevaba a enterrar a su único hijo. Jesús,
compadecido, lo devolvió a la vida. Atendía igualmente peticiones de personas
que tenían necesidades materiales y espirituales.
Sabemos, por ejemplo, que no
le importaba gastar su tiempo dialogando con personas que querían conocer su
enseñanza, como el fariseo Nicodemo, la samaritana, Zaqueo. También le gustaba
compartir con sus amigos y dejarse invitar a comer, hasta el punto de ser
tachado por sus enemigos de «comilón y bebedor, amigo de publicanos y
prostitutas».
Conocemos, al menos, la
amistad que le unía a tres hermanos —Marta, María y Lázaro— que tenían una casa
en Betania, cerca de Jerusalén, donde Jesús residía cuando se acercaba a
celebrar las fiestas judías. También conocemos la relación que mantuvo con José
de Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, que se hizo cargo del cuerpo de
Jesús y lo enterró en su propio sepulcro.
Excepcional en un maestro de
la ley fue su relación con los grupos sociales considerados por la ortodoxia
farisea como excluidos del Reino de Dios, bien por sus pecados públicos, o bien
por los oficios que realizaban exentos de buena reputación, como era el caso de
los publicanos.
Su cercanía a los leprosos, excluidos
de la vida social y con los que no se podía tratar —¡cuánto menos tocarlos!—
muestra que Jesús no entendía de convencionalismos y buscaba a la persona en su
necesidad para ofrecer la amistad con Dios, que se hacía presente en él mismo.
Por eso, tuvo que defenderse de quienes le tildaban de transgresor de la ley
porque curaba en sábado o permitía hacer algo que prohibía la ley judía.
Algunas de sus parábolas son una defensa encendida de su comportamiento.
Se pude decir, por tanto,
que su delicia era «estar con los hijos de los hombres» y vivir atento a cada
persona que se cruzaba en su camino. El tiempo era para Dios en la oración y
para los hombres, sus hermanos. Cuando acabamos de salir del tiempo de Navidad
entendemos con claridad que Jesús ha puesto su morada entre los hombres. Vino a
buscarlos y los encontró.
También se dejó encontrar
por ellos, porque sabía la necesidad que tenían de su compañía. No hacía
distinciones de clases sociales ni religiosas, pues era para todos. Entró en
contacto con los paganos de pueblos cercanos, ofreciéndoles la salvación, pues
era el Pastor que venía a reunir a todos los pueblos bajo su cuidado. Sabemos
bastante de él para poder decir que su pasión era el Padre y los hombres.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia