Según una antiquísima tradición, atestiguada ya en
la Traditio Apostolica (año 215), atribuida a San Hipólito
de Roma, los cristianos llevaban rosas y lirios como ofrenda al altar

Secundariamente, también honrar a sus miembros más gloriosos, que son los mártires, cuyas reliquias están depositadas en el altar, es decir, la Iglesia triunfante, Esposa de Cristo.
Relaciónese esto con la corona de flores de naranjo que llevaba la novia en el matrimonio, y por qué no, con el mismo Cristo, ya que, por ejemplo, en el rito bizantino, también el esposo es coronado.
Según una
antiquísima tradición, atestiguada ya en la Traditio Apostolica (año
215), atribuida a San Hipólito de Roma, los cristianos llevaban rosas y lirios
como ofrenda al altar: “algunas veces ofrecían flores; se ofrecía, pues, la
rosa y el lirio, y no otras” (Traducimos el texto de la edición de BOTTE, 1963,
78). Como nota el famoso liturgista italiano, Mons. Mario Righetti, “el
pavimento a mosaico de la basílica de Aquilea, construido en los primeros años
del s. IV, lleva también un panel que representa las mujeres que ofrecen a la
Iglesia flores sueltas y a festones”. (M. RIGHETTI, Storia
Liturgica, I, 544).
Desde el s.
IV, y probablemente antes, los sepulcros de los mártires, conforme al uso
universal, que de este modo honraba todas las tumbas, eran adornados con
perfume de flores, que llegaba también a la mesa del altar que custodiaba las
reliquias. De aquí que cantara Prudencio († 410 ca.): “Violis et
fronde frequenti/Nos tecta fovebimus ossa” (Cathemerinon,
X, v. 169). Que podríamos traducir: “Con asiduas violetas y frondas/honraremos
los huesos cubiertos”. San Jerónimo elogiaba a Nepociano que cuidaba
diligentemente la decoración floral de las basílicas y lugares de los mártires,
con diversas flores, ramas de árboles y sarmientos (Cf. Epist. LX ad Heliodorum).
A falta de
ramos de olivo y de palmeras, se bendijeron flores (y aún se bendicen) en los
países septentrionales el Domingo de Ramos (de aquí, “Pascua Florida”). Esta
circunstancia dio nombre a la península de “Florida” en los Estados Unidos,
precisamente por este uso litúrgico, ya que los españoles llegaron allí para
esa fecha en el año 1513 (Cf. M. RIGHETTI, Idem, II, 184). Una
costumbre característica de la época medieval el día de Pentecostés, era la de
hacer llover rosas, durante el canto de Tertia o de la Sequentia de
la Misa, que recreaban simbólicamente las lenguas de fuego y los dones del
Espíritu Santo, por eso se conoce esta solemnidad también con el nombre de
“Pascua rosada” (Cf.Ibidem, II, 316).
En fin, sirvan
estos datos históricos para atestiguar el uso litúrgico de las flores.
Vayamos ahora
a las normas de la Ordenación General del Misal Romano: el principio es que “en
la ornamentación del altar se guardará moderación” (OGMR, 305).
Hay templos en
los que uno no sabe si se encuentra en una florería, un vivero, o una selva. En
el afán de adornar, se convierte en principal aquello que es accesorio, y
pierde visibilidad lo más importante, que es el altar, o incluso, se dificulta
la movilidad del sacerdote en el desenvolvimiento del rito.
Ahora bien,
hay tiempos litúrgicos en los que la moderación debe ser aún mayor, como en el
Adviento, o incluso no deben ponerse flores, como durante la Cuaresma (excepto
el IV domingo, conocido como domingo de “Laetare” – “Alégrate”, como un
anticipo de la alegría pascual, que ya está próxima).
Las
solemnidades y fiestas, por supuesto, requieren de mayor abundancia floral
(Cf. OGMR, 305). Entre paréntesis, a veces se ve un lunes
cualquiera del año la iglesia llena de flores que quedaron del matrimonio
celebrado el día anterior, esto no se contradice con la función de manifestar la
alegría festiva que reservamos para las ceremonias más solemnes, porque no
puede ser fiesta todos los días, con lo cual se perdería el verdadero sentido
de la fiesta, que exige que haya algún exceso significativo.
Sin embargo,
la Ordenación vuelve a insistir: “el empleo de las flores como adorno del altar
ha de ser siempre moderado, y se colocarán, más que sobre la mesa del altar, en
torno a él” (OGMR, 305). Esto último tiene un motivo práctico o
funcional, que es, precisamente, para que no se entorpezca la visibilidad de
los fieles sobre los diferentes ritos que realiza el sacerdote, pero, hay un
motivo más de fondo, y es que el altar no es solamente la mesa de un banquete,
sino sobre todo, el ara del sacrificio, como se deduce de lo que dice la misma
OGMR: “El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los
signos sacramentales, es, además, la mesa del Señor, para cuya participación es
convocado en la Misa el pueblo de Dios…” (OGMR, 296).
P. Jon M. de
Arza, IVEF
Fuente: el teólogo responde