Toda alma humana posee una capacidad latente de
Dios
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En el año 2000, Danah Zohar, una profesora
de Oxford, acuñó la expresión inteligencia espiritual. La inteligencia
espiritual constituye la parte central de nuestra inteligencia, la parte en la
que se alimentan nuestros valores y nuestras creencias, esa parte en la que
podemos trabajar por la plena realización de nuestro potencial.
En ella podemos encontrar la motivación y
la fuerza que
mueve nuestra existencia.
Toda
alma humana posee una capacidad latente de Dios. Todos en nuestro interior poseemos un
impulso espiritual.
Y todos, así como aspiramos a
cumplir nuestros logros, a ser maduros emocionalmente y a realizarnos en el
amor, también aspiramos a conectar con nuestro
espíritu, a vivir en comunión.
La inteligencia espiritual es esa
forma de contemplación activa que nos permite estar despiertos, vivir el
momento presente, aprovechar el ahora infinito.
Sin embargo, estamos acostumbrados a entrar poco en
contacto con esta dimensión de nuestra inteligencia.
Vivimos atareados por el ruido
del día a día y creemos que las cosas espirituales deben dejarse para la
iglesia el domingo.
El desfase entre el deseo
sincero de conectar con nuestro interior y la realidad de nuestra
existencia, a veces tan monótona, puede parecernos
insuperable.
Pero la
inteligencia espiritual nos permite comenzar a mirar la vida con otros ojos.
Comenzar a creer cuando no se puede ver.
Como dice san Agustín: “fe es
creer lo que no has visto; la recompensa de esta fe es ver lo que crees”. Se trata de detenerse a mirar.
Si
te detienes comenzarás a percibir. Centrarse en el itinerario, no en la llegada, y abrir los ojos a las cosas que
empezarás a notar.
Dependerá de ti el abrirte y
estar vigilante, dispuesto a prestar atención y a asumir la responsabilidad de
tus despertares, que llegarán cuando hayas mirado con atención.
En el libro del Génesis, el
patriarca Jacob “soñó con una escalera que, apoyada en tierra, ascendía hasta
el cielo, y vio cómo los ángeles de Dios subían y bajaban por ella”.
Jacob despierta (más despierto
que nunca en su vida) y cae en la cuenta, por primera vez, de que a su
alrededor hay más de lo que imaginaba.
“Así pues, está Dios en este
lugar y yo no lo sabía” (Gen 28, 12-16). A veces las cosas más evidentes están
ante nuestros ojos. Han estado con nosotros desde siempre y no nos hemos dado
cuenta.
Necesitamos ponernos
deliberadamente a la expectativa, creer que las cosas pueden suceder. Si
concedemos a la providencia un pequeño espacio para actuar pueden surgir cosas
grandes. Se trata de estar deliberadamente abiertos a lo que quiere suceder, no
solo a lo que podría suceder.
Así, cuando notamos que Dios
está presente y que su Reino está cerca, despertamos a la posibilidad de una vida
distinta, una vida en la que podemos saborear, aquí y ahora,
los frutos de ese nuevo mundo que nos espera (el cielo).
Podemos encontrar luz en las
situaciones más oscuras porque nuestra mirada es iluminada con la esperanza de
que hay
más cosas sucediendo, incluso más de las que nosotros podemos
percibir en el tiempo de nuestra vida.
Por esta razón, esa nueva mirada
no debe estar centrada en nosotros mismos, ni en las situaciones en sí mismas
si no en Dios.
No se trata de vivir en una
“realidad paralela”, se trata de caer en la cuenta de que Dios
es lo más real en nuestra vida, y que para encontrar la puerta
de entrada a la realidad de su Reino, aquí en la tierra, debemos hacer espacio
a su “realidad”.
El fin no son las cosas
inesperadas que pueden suceder, el fin es encontrar a Dios mismo, el único
capaz de eternizar nuestro presente.
Finalmente, para encontrar a Dios, para
encontrar el camino que nos lleva a la vida, debemos empezar por renunciar
a nuestro ego y permitirnos recibir de Dios cada
acontecimiento. Permitirnos ser perdidos y encontrados constantemente por Él en
el misterio de la vida misma.
“No tiene que ser un iris azul,
puede ser maleza en un terreno vacío, o unas cuantas piedrecitas. Limítate a prestar
atención, después reúne varias palabras y no intentes que sean elaboradas, esto
no es un concurso, sino el umbral del agradecimiento, y un silencio en el que
otra voz pueda hablar” (Mary Oliver).
Luisa
Restrepo
Fuente:
Aleteia