La laica comboniana Carmen
Aranda, misionera en Uganda, es uno de los rostros de la campaña del Domund de
este año
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| Carmen Aranda, con los niños del orfanato de St. Jude. Foto: Carmen Aranda |
Carmen Aranda nació en
Murcia hace 38 años. Estudió Historia del Arte, y un máster en restauración en
Roma. Se marchó como misionera laica a Uganda, donde ha trabajado en el
Orfanato de St. Jude, creado para acoger al gran número de niños huérfanos tras
la guerra civil.
Acompañaba a los niños y a
mujeres que ejercen de madres no biológicas, colaborando con la logística del
orfanato y apoyando el trabajo pastoral de las misioneras combonianas.
¿Cuándo surgió
tu inquietud misionera?
Yo toda mi vida me he cuestionado por qué he nacido
en España y por qué otras personas no. Era algo que siempre me ha inquietado en
mi relación con Dios: ¿por qué yo he nacido aquí y Dios me lo ha dado todo, y
sin embargo otras personas en otras partes del mundo no tienen una vida como la
mía? Me parecía una injusticia de nacimiento. A todo ello se une la fascinación
que ha ejercido sobre mí, desde muy jovencita, la figura Jesucristo. Estos dos
factores son los que me llevaron a una búsqueda para experimentar la vida de
otras personas con menos suerte que yo, para irme de verdad a vivir con ellos
en su contexto, para hallar respuestas y compartir con ellos su vida, una vida
de mínimos, sin muchas cosas. Así, busque distintos carismas y encontré a los
laicos combonianos, con los que me sentí en casa.
Y te fuiste a
Uganda…
Eso fue en agosto de 2014. Me fui por tres años.
¿Qué
encontraste allí?
Yo soy muy positiva y llegue con mucha ilusión, me
quedé con lo bonito, la gente sonriente, la naturaleza, el hecho de que allí
son muy felices. Pero conforme fueron pasando los meses me fui dando cuenta de
la dureza de la vida: niños que mueren por una malaria, mujeres que caminan
kilómetros solo para conseguir agua, madres que mueren en el parto… Y esto con
rostros concretos, de personas que vas conociendo allí. Me moví dentro de un
espectro muy amplio, entre muy bonito y muy complicado a la vez. Yo he sido muy
feliz allí, pero también he sido consciente de la dureza de su vida.
¿Cómo era el
orfanato en el que trabajabas?
Los niños procedían de familias desestructuradas:
madres solas, padres que enviudan y se vuelven a casar… Todos los niños viven
en varias casas a cargo de mujeres que no son sus madres biológicas, mujeres
que estaban contratadas y que a lo mejor dejaban a sus propios hijos fuera y no
los veían en varios días. Su vida era muy dura también.
¿Cómo era tu
trabajo allí?
Éramos cuatro chicas laicas combonianas que
apoyábamos alguna de las gestiones del orfanato. Yo me ocupaba sobre todo del
granero. Y también realicé un taller de arte con los niños del orfanato, una
experiencia chulísima porque los niños se dieron cuenta de que podían hacer
cosas muy bonitas.
¿Y además del granero?
Me llamaba mucho el estar
junto a esas mujeres, por lo duro de su vida. Los niños al fin y al cabo están
muy bien atendidos y los voluntarios se volcaban con ellos, pero las
condiciones de esas mujeres me tocaban mucho el corazón.
¿Cómo te acercabas a ellas?
Fue complicado para mí
compartir mi experiencia de Dios con ellas, ese Dios que me ha dado tanto a mí,
un Dios buenísimo conmigo. Me daba cierto pudor transmitírselo a ellas,
compartir a Dios en ese contexto. Pero al final salía de algún modo, hablando
con una de ellas, fijándote en ella, hacerle un pequeño regalo, abrazarla y
hacerla sentir especial…
¿Y con los niños?
Me llamó especialmente la
atención que nos preguntaban continuamente si nos acordábamos de su nombre.
Para ellos era muy importante sentirse únicos, y que tuviéramos una relación
digna con cada uno de ellos. Por las tardes rezábamos todos juntos.
Compartíamos la cotidianidad, cosas muy normales…
El lema del Domund de este
año es Cambia el mundo. ¿Crees que lo has conseguido en estos tres años?
Es un lema que me da
vértigo, porque no fui allí con la intención de cambiar nada. Sí ha
experimentado que algo cambia cuando tú te desarmas y abres tu corazón a lo que
pasa a tu alrededor, sin ceder a la indiferencia ni al individualismo. Y
también he comprobado que transformas el mundo cuando te dejas evangelizar por
ellos, por cómo viven y ven la vida, por cómo dan gracias a Dios por lo poco
que tienen. La misión es compartida, ha nacido de estar juntos. Ha sido mi
misión y la misión de ellos conmigo.
Acabo con la pregunta que
te hacías de pequeña: ¿por qué tú, y no ellos?
La respuesta no la tengo,
pero me he dado cuenta de que tengo que dejar a Dios su espacio. Yo no puedo
llegar a todo. Tenemos que dejar a Dios ser Dios, y confiar en Él. Yo no
entiendo por qué yo y no ellos, pero sí sé que puedo hacer todo lo que esté en
mi mano por ser su herramienta. El trabajo principal es el suyo, aunque Dios
también nos necesita a nosotros. Yo hago mi trabajo y le dejo su parte a Él.
Juan Luis Vázquez
Díaz-Mayordomo
Fuente: Alfa y Omega
