3. EL
NACIMIENTO
Brillan las estrellas
En el cielo, y en
la cueva
Los ojos del pequeño
Encantan y consuelan
Niño mío, haz que
yo te vea.
Cuando
miramos al cielo una noche despejada el alma se expande. El alma se expande
aunque no sepamos cuán lejanas están las estrellas e ignoremos cuán grandes
son aquellos millones de soles.
Al mirarlas
es fácil percibir una grandeza que nos habla de nuestra infinitud y al mismo
tiempo de nuestra pequeñez. De nuestra infinitud porque podemos entender que
hay algo más grande, inconmensurable. De nuestra pequeñez, porque
experimentamos nuestros límites constantemente.
Y quizá
nuestra pequeñez pesa más y nos abate: cuántos seres humanos que han pasado
por la tierra y han sido olvidados, cuánto sufrimiento que ha quedado sumergido
en un aparente sinsentido, cuantos amores que tras ser plenitud de vida y
sentido se extinguieron sin dejar una huella en el decurso de los años.
Los
sabios de oriente miraron las estrellas, brillan las estrellas en el cielo,
y encontraron una señal que
los condujo a BELÉN. Había una voz en esas antiguas profecías y
tradiciones que los hacían mirar hacia arriba.
Esa voz los guio, esas estrellas se
sabían observadas y al mismo tiempo Alguien miraba y hablaba a través de sus
fulgores.
Entraron en la cueva y encontraron
unos ojos, y supieron que esos ojos ya los habían mirado a ellos, cuando ellos
miraban las estrellas. Si las estrellas eran bellas, esos ojos lo eran aún más…
brillaban con un fulgor que se adivinaba anterior y arquetípico: como que todo
brillo auténtico se inspiraba en él. En la cueva los ojos del pequeño
encantan.
Después de ver al Niño y saber Quién
era, las estrellas se vieron de un modo distinto. Se supo con certeza que
Alguien había ya pensado en nosotros, que Alguien quiso adornar aquella noche
con luces que titilan y titilan.
Tras ver al Niño en los brazos de su
Madre, el hombre supo que no estaba solo, que su vida, sus sufrimientos, sus
amores no eran indiferentes: Dios los asumía realmente. “Dios se hizo hombre,
para que el hombre llegara a ser Dios” (San Atanasio). En la cueva los ojos
del pequeño encantan y consuelan.
Pero nos olvidamos de esta verdad tan
consoladora. Aquella noche unos ángeles rodearon de luz a los pastores de las
cercanías y les anunciaron la gran alegría: un Niño les ha nacido (cfr. Is
9, 6). Es para ustedes, un regalo del Padre. Rápido, presurosos, llegaron a
BELÉN y encontraron esos ojos comparables en belleza sólo a los de su madre.
Ese niño es para mí: Niño mío, haz que yo te vea.
Con permiso del autor: Juan Pablo Lira
Fuente: 20 palabras para meditar los misterios del Rosario