Debemos
reconocer que no hemos sabido custodiar la creación con responsabilidad
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| El Papa Francisco en el Vaticano. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa |
En
su mensaje con motivo de la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la
Creación, que se celebró este sábado 1 de septiembre, el Papa Francisco ha pedido
una mayor responsabilidad en la gestión del agua y un mayor compromiso en el
cuidado de los ecosistemas marinos.
El
Santo Padre insistió en que “cuidar las fuentes y las cuencas hidrográficas es
un imperativo urgente”. “Urgen proyectos compartidos y gestos concretos,
teniendo en cuenta que es inaceptable cualquier privatización del bien natural
del agua que vaya en detrimento del derecho humano de acceso a ella”.
A continuación, el texto
completo del mensaje del Papa Francisco.
Queridos
hermanos y hermanas:
En
esta Jornada de oración deseo ante todo dar gracias al Señor por el don de la
casa común y por todos los hombres de buena voluntad que están comprometidos en
custodiarla. Agradezco también los numerosos proyectos dirigidos a promover el
estudio y la tutela de los ecosistemas, los esfuerzos orientados al desarrollo
de una agricultura más sostenible y una alimentación más responsable, las
diversas iniciativas educativas, espirituales y litúrgicas que involucran a
tantos cristianos de todo el mundo en el cuidado de la creación.
Debemos
reconocer que no hemos sabido custodiar la creación con responsabilidad. La
situación ambiental, tanto a nivel global como en muchos lugares concretos, no
se puede considerar satisfactoria.
Con
justa razón ha surgido la necesidad de una renovada y sana relación entre la
humanidad y la creación, la convicción de que solo una visión auténtica e
integral del hombre nos permitirá asumir mejor el cuidado de nuestro planeta en
beneficio de la generación actual y futura, porque «no hay ecología sin una
adecuada antropología» (Carta enc. Laudato si’, 118).
En
esta Jornada Mundial de Oración por el cuidado de la creación, que la Iglesia
Católica desde hace algunos años celebra en unión con los hermanos y hermanas
ortodoxos, y con la adhesión de otras Iglesias y Comunidades cristianas, deseo
llamar la atención sobre la cuestión del agua, un elemento tan sencillo y
precioso, cuyo acceso para muchos es lamentablemente difícil si no imposible.
Y,
sin embargo, «el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico,
fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y
por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos. Este
mundo tiene una grave deuda social con los pobres que no tienen acceso al agua
potable, porque eso es negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad
inalienable» (ibíd., 30).
El
agua nos invita a reflexionar sobre nuestros orígenes. El cuerpo humano está
compuesto en su mayor parte de agua; y muchas civilizaciones en la historia han
surgido en las proximidades de grandes cursos de agua que han marcado su
identidad. Es sugestiva la imagen usada al comienzo del Libro del Génesis,
donde se dice que en el principio el espíritu del Creador «se cernía sobre la faz
de las aguas» (1, 2).
Pensando
en su papel fundamental en la creación y en el desarrollo humano, siento la
necesidad de dar gracias a Dios por la “hermana agua”, sencilla y útil para la
vida del planeta como ninguna otra cosa. Precisamente por esto, cuidar las
fuentes y las cuencas hidrográficas es un imperativo urgente.
Hoy
más que nunca es necesaria una mirada que vaya más allá de lo inmediato (cf.
Laudato si’, 36), superando «un criterio utilitarista de eficiencia y
productividad para el beneficio individual» (ibíd., 159). Urgen proyectos
compartidos y gestos concretos, teniendo en cuenta que es inaceptable cualquier
privatización del bien natural del agua que vaya en detrimento del derecho
humano de acceso a ella.
Para
nosotros los cristianos, el agua representa un elemento esencial de
purificación y de vida. La mente va rápidamente al bautismo, sacramento de
nuestro renacer. El agua santificada por el Espíritu es la materia por medio de
la cual Dios nos ha vivificado y renovado, es la fuente bendita de una vida que
ya no muere más.
El
bautismo representa también, para los cristianos de distintas confesiones, el
punto de partida real e irrenunciable para vivir una fraternidad cada vez más
auténtica a lo largo del camino hacia la unidad plena. Jesús, durante su
misión, ha prometido un agua capaz de aplacar la sed del hombre para siempre
(cf. Jn 4, 14) y ha profetizado: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn
7, 37). Ir a Jesús, beber de él, significa encontrarlo personalmente como
Señor, sacando de su Palabra el sentido de la vida.
Dejemos
que resuenen con fuerza en nosotros aquellas palabras que él pronunció en la
cruz: «Tengo sed» (Jn 19, 28). El Señor nos sigue pidiendo que calmemos su sed,
tiene sed de amor. Nos pide que le demos de beber en tantos sedientos de hoy,
para decirnos después: «Tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25,35). Dar de
beber, en la aldea global, no solo supone realizar gestos personales de
caridad, sino opciones concretas y un compromiso constante para garantizar a
todos el bien primario del agua.
Quisiera
abordar también la cuestión de los mares y de los océanos. Tenemos el deber de
dar gracias al Creador por el imponente y maravilloso don de las grandes masas
de agua y de cuanto contienen (cf. Gn 1, 20-21; Sal 146, 6), y alabarlo por
haber revestido la tierra con los océanos (cf. Sal 104, 6).
Dirigir
nuestra mente hacia las inmensas extensiones marinas, en continuo movimiento,
también representa, en cierto sentido, la oportunidad de pensar en Dios, que
acompaña constantemente su creación haciéndola avanzar, manteniéndola en la
existencia (cf. S. Juan Pablo II, Catequesis, 7 mayo 1986).
Custodiar
cada día este bien valioso representa hoy una responsabilidad ineludible, un
verdadero y auténtico desafío: es necesaria la cooperación eficaz entre los
hombres de buena voluntad para colaborar en la obra continua del Creador.
Lamentablemente,
muchos esfuerzos se diluyen ante la falta de normas y controles eficaces,
especialmente en lo que respecta a la protección de las áreas marinas más allá
de las fronteras nacionales (cf. Laudato si’, 174). No podemos permitir que los
mares y los océanos se llenen de extensiones inertes de plástico flotante. Ante
esta emergencia estamos llamados también a comprometernos, con mentalidad
activa, rezando como si todo dependiese de la Providencia divina y trabajando
como si todo dependiese de nosotros.
Recemos
para que las aguas no sean signo de separación entre los pueblos, sino signo de
encuentro para la comunidad humana. Recemos para que se salvaguarde a quien
arriesga la vida sobre las olas buscando un futuro mejor.
Pidamos
al Señor, y a quienes realizan el eminente servicio de la política, que las
cuestiones más delicadas de nuestra época ―como son las vinculadas a las
migraciones, a los cambios climáticos, al derecho de todos a disfrutar de los
bienes primarios― sean afrontadas con responsabilidad, previsión, mirando al
mañana, con generosidad y espíritu de colaboración, sobre todo entre los países
que tienen mayores posibilidades.
Recemos
por cuantos se dedican al apostolado del mar, por quienes ayudan en la
reflexión sobre los problemas en los que se encuentran los ecosistemas
marítimos, por quienes contribuyen a la elaboración y aplicación de normativas
internacionales sobre los mares para que tutelen a las personas, los países,
los bienes, los recursos naturales —pienso por ejemplo en la fauna y la flora
pesquera, así como en las barreras coralinas (cf. ibíd., 41) o en los fondos
marinos— y garanticen un desarrollo integral en la perspectiva del bien común
de toda la familia humana y no de intereses particulares.
Recordemos
también a cuantos se ocupan de la protección de las zonas marinas, de la tutela
de los océanos y de su biodiversidad, para que realicen esta tarea con
responsabilidad y honestidad.
Finalmente,
nos preocupan las jóvenes generaciones y rezamos por ellas, para que crezcan en
el conocimiento y en el respeto de la casa común y con el deseo de cuidar del
bien esencial del agua en beneficio de todos.
Mi
deseo es que las comunidades cristianas contribuyan cada vez más y de manera
más concreta para que todos puedan disfrutar de este recurso indispensable,
custodiando con respeto los dones recibidos del Creador, en particular los
cursos de agua, los mares y los océanos.
Fuente:
ACI Prensa
