La pregunta sobre quiénes son los más importantes en la Iglesia se desvanece como puro artificio de la discusión teológica cuando miramos a María, como hace el pueblo segoviano clavando sus ojos en la imagen de la Fuencisla
Cuando
san Juan Pablo II publicó la carta apostólica sobre la mujer —Mulieris Dignitatem— la escritora
italiana Maria Antionetta Macciocchi escribió un elogio del texto, calificándolo
de excepcional, observando que por primera vez un Papa se lanzaba a este reto teológico.
Decía que
el Papa se proyecta hacia todas las mujeres del mundo para agradecer el genio
femenino tal como se ha manifestado en la historia. La escritora, que ha
conocido muy de cerca las tendencias del feminismo desde la gran insurrección
que sigue al 1968, reconoce que en esta carta apostólica hay una respuesta a
muchos interrogantes que plantea la dignidad de la mujer.
Al
concluir la novena de la Fuencisla, me ha parecido oportuno recordar que María,
para la fe cristiana, es el símbolo hecho carne de la mujer nueva que, desde el
Génesis al Apocalipsis, representa el valor de lo femenino en la Iglesia. Hasta
el punto que Jesús, en dos ocasiones clave de su vida, se dirige a ella
llamándola mujer, y no madre. Es obvio que la elección del título «mujer» no
descalifica su condición de madre.
La
integra y la trasciende, porque no quiere limitar la misión de María a su
relación íntima con él por el hecho de su maternidad. María es la mujer nueva,
que rescata de su condición caída a la primera mujer, Eva, madre de los
vivientes. Cuando Jesús llama a su madre «mujer», en las bodas de Caná y en el
Calvario, está evocando un inicio nuevo en el mundo —la mujer es inicio y
fuente de la vida— equiparable a la primera creación.
Los
profetas y escritores sagrados representaban al pueblo elegido con la imagen de
una mujer, llena de vida y belleza, en la que Dios se hacía presente con toda
su fuerza. Es «la Hija de Sión» que revestía al pueblo entero de la condición
femenina, enaltecida por su relación esponsal con Dios. De ahí que Israel se
veía identificado con mujeres a través de las cuales había encontrado la
salvación: Judit, Ester, Jael, Rut, entre otras.
María
es la mujer que en la plenitud de los tiempos nos dio a Cristo. El hecho de que
la madre de Jesús pertenezca al dogma de la Iglesia no la aleja de la vida
ordinaria de los hombres. Basta observar la devoción que el pueblo la profesa.
María es el símbolo de la nueva humanidad redimida por Cristo, de forma que,
como mujer, encarna, desarrolla y expresa la esencia del genio femenino.
Por
esta razón, la Iglesia, mirada desde la fe, tiene forma femenina y María el icono
de su plenitud, como reconoce el dogma de la asunción a los cielos. Grandes
teólogos, al reflexionar sobre la Iglesia, sitúan en primer plano la figura de
María, porque la Iglesia antes de ser jerárquica, edificada sobre el cimiento
de los Doce, es mariana: constituida según la imagen de la mujer nueva que
engendró al Hijo de Dios según la carne.
Gracias
a la fe obediente, que manifestó María en la Encarnación, se ha iniciado en el
mundo una familia nueva, la de los hijos de Dios, que encuentran en la Virgen
el icono perfecto de la existencia en Cristo.
La
pregunta sobre quiénes son los más importantes en la Iglesia se desvanece como puro
artificio de la discusión teológica cuando miramos a María, como hace el pueblo
segoviano clavando sus ojos en la imagen de la Fuencisla, y descubre que sólo
quien se deja educar, moldear y conformar a Cristo como hizo ella alcanzará ese
puesto cuya importancia no se mide con los parámetros mundanos del poder, sino
con la regla de la obediencia de la fe, de la humildad del servicio y de la
caridad heroica, que mostró la Virgen al pie de la cruz.
La
Iglesia será siempre femenina porque tuvo su origen en aquella doncella de
Nazaret que puso todas sus energías de virgen y madre al
servicio del Altísimo que reclamaba humildemente su «hágase».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia
