Sólo
quien sigue a Cristo y pierde día a día su vida por amor, se salva a sí mismo,
es decir, vive la fe que confiesa con sus labios
Creer
no es sólo confesar con los labios las verdades de la fe. Creer es conformar
toda nuestra vida con esas verdades. Decía Romano Guardini que la fe es su
contenido.
El
Concilio Vaticano II afirma que «el divorcio entre la fe y la vida diaria de
muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra
época» (GS 43). Ese divorcio nos hace llevar vidas paralelas: por una parte lo
que creemos; por otra, lo que practicamos.
La
escena que narra el evangelio de este domingo es una perfecta ilustración de
ese divorcio entre la fe y la vida. Jesús pregunta a sus apóstoles qué dice la
gente de él. Estos le resumen lo que se decía de él: que era Elías, Juan
Bautista revivido o uno de los profetas. Jesús, entonces, les pregunta
directamente qué piensan ellos. Pedro toma la palabra y hace la solemne
confesión de fe: «Tú eres el Mesías».
Jesús
les impone silencio sobre esta confesión y comienza a describir cuál será su
destino, para que no piensen que es un mesías político. Ha de padecer, ser
ejecutado y resucitar al tercer día. La situación cambia de inmediato: Pedro
toma aparte a Jesús y comienza a increparlo, mostrando su desacuerdo con ese
destino dramático. Entonces, Jesús, mirando a sus apóstoles, se dirige a Pedro
con estas palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los
hombres, no como Dios!».
Pedro
ha confesado la fe, y esto le alcanza de Cristo el Primado en la Iglesia. Sin
embargo, cuando Jesús explica qué significa ser Mesías, Pedro se resiste a
aceptarlo, se opone a Jesús como si se tratara del mismo Satanás. La fe
confesada, podríamos decir, queda sin contenido. Pedro no piensa como Dios,
sino como los hombres: excluye la paradoja de la cruz, el misterio pascual de
Cristo, que consiste en morir para dar vida.
El
pasaje evangélico termina con estas palabras de Jesús que son el programa para
sus discípulos, los de entonces y los de ahora: «Si alguno quiere venir en pos
de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera
salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35). Aquí Jesús no habla de fe, pero define
magistralmente la vida del creyente.
Creer
es poner la vida a disposición de Jesús y de su evangelio siempre y en cada
circunstancia, y, de modo especial, cuando llega el momento de la cruz. Pasar
de la fe confesada a la fe vivida significa que renunciamos a nuestra propia
vida, tal como la planteamos al estilo humano. Pensar como Dios es aceptar su
voluntad, su plan de salvación.
Pensar
como los hombres es diseñarse la fe a su manera, vivir para nuestros planes y
realizaciones personales, apegarnos a nuestros intereses presentados —eso
sí—«religiosamente», pero intereses propios al fin y al cabo. Los planes de
Dios pasan necesariamente por la obediencia a su voluntad, que raramente
coincide con la nuestra. Por eso, Jesús utiliza la dialéctica de perder para
ganar.
En
el seguimiento de Cristo, se gana cuando uno se pierde a sí mismo, se olvida de
sus pretensiones, y carga con la cruz. Esto es lo que san Pablo llama la
«sabiduría de la cruz», contrapuesta a la «sabiduría del mundo». Y esto es lo
que estos días se ha celebrado en tantos lugares de nuestra geografía como la
fiesta de la exaltación de la santa Cruz, que no significa exaltar el dolor por
sí mismo —el cristianismo no es masoquista—; significa que estamos dispuestos a
llevar la cruz porque sólo así salvamos nuestra vida del peor enemigo que nos
asedia: nosotros mismos.
Sólo
quien sigue a Cristo y pierde día a día su vida por amor, se salva a sí mismo,
es decir, vive la fe que confiesa con sus labios.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia