EL PAN VIVO
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Dominio público |
II. El Pan de vida. Efectos de la Comunión
en el alma.
III. La frecuente o diaria recepción de este
sacramento. Visita al Santísimo; comuniones espirituales a lo
largo del día.
«En
aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: Yo soy el pan
bajado del cielo, y decían: -¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos
a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo: -No critiquéis.
Jesús tomó la palabra y les dijo: -No critiquéis.
Nadie puede venir a mí
si no lo atrae el Padre que me ha enviado, y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha
escuchado al que viene del Padre, y ha aprendido viene a mí. No es que alguien
haya visto al Padre, sino aquél que procede de Dios, ése ha visto al Padre. En
verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del Cielo para que si alguien come de él no muera. Yo soy el pan vivo que he bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eterna- mente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Discutían, pues, los judíos entre ellos diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Juan 6, 44-52)
I.
Leemos en la Primera lectura de la Misa que el Profeta Elías, huyendo de
Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje
se sintió cansado y deseó morir. Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy
mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido. Pero el Angel del
Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: Levántate y come, porque te queda
todavía mucho camino. Elías se levantó, comió y bebió, y anduvo con la fuerza
de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo
que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento
que el Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.
El monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del
Cielo; el trayecto de cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser
nuestro paso por la tierra, en el que también encontramos tentaciones,
cansancio y dificultades. En ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la
esperanza. De manera semejante al Angel, la Iglesia nos invita a alimentar
nuestra alma con un pan del todo singular, que es el mismo Cristo presente en
la Sagrada Eucaristía. En Él encontramos siempre las fuerzas necesarias para
llegar hasta el Cielo, a pesar de nuestra flaqueza.
A la Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros
tiempos del Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o
provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo para
las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático para
designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular la Sagrada
Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y
definitiva etapa del viaje hacia la eternidad.
Fue
costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados,
sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio. Santo Tomás enseña que este
sacramento se llama Viático en cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria
definitiva y nos otorga la posibilidad de llegar allí. Es la gran ayuda a lo
largo de la vida y, especialmente, en el tramo último del camino, donde los
ataques del enemigo pueden ser más duros. Ésta es la razón por la que la
Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella. Desde el
principio se sintió la necesidad (y también la obligación) de recibir este
sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día.
También podemos recordar hoy en nuestra oración la
responsabilidad, en ocasiones grave, de hacer todo lo que está de nuestra parte
para que ningún familiar, amigo o colega muera sin los auxilios espirituales
que nuestra Madre la Iglesia tiene preparados para la etapa última de su vida.
Es la mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño,
quizá la última, con esas personas aquí en la tierra. El Señor premia con una
alegría muy grande cuando hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en
alguna ocasión pueda resultar algo difícil y costoso.
Hemos de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo
largo de la vida, pero especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se
manifestará en una mejor preparación, cada día, y en que al recibirle lo
hagamos con la plena conciencia de que se nos dan, más aún que al Profeta
Elías, las energías necesarias para recorrer con vigor el camino de nuestra
santidad.
II.
Yo soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa (...). Si
alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne
para la vida del mundo.
Hoy nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de
recibirle en la Sagrada Comunión para participar en la vida divina, para vencer
en las tentaciones, para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia
recibida en el Bautismo. El que comulga en estado de gracia, además de
participar en los frutos de la Santa Misa, obtiene unos bienes propios y
específicos de la Comunión eucarística: recibe, espiritual y realmente, al
mismo Cristo, fuente de toda gracia. La Sagrada Eucaristía es, por eso, el
mayor sacramento, centro y cumbre de todos los demás. Esta presencia real de
Cristo da a este sacramento una eficacia sobrenatural infinita.
No hay mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor.
Cuando deseamos darnos a los demás, podemos entregar objetos de nuestra
pertenencia como símbolo de algo más profundo de nuestro ser, o dar nuestros
conocimientos, o nuestro amor..., pero siempre encontramos un límite. En la
Comunión, el poder divino sobrepasa todas las limitaciones humanas, y bajo las
especies eucarísticas se nos da Cristo entero. El amor llega a realizar su
ideal en este sacramento: la identificación con quien tanto se ama, a quien
tanto se espera. «Así como cuando se juntan dos trozos de cera y se los derrite
por medio del fuego, de los dos se forma una cosa, así también, por la
participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa Sangre». Verdaderamente, no
hay mayor felicidad, ni bien mayor, que recibir dignamente en la Sagrada
Comunión a Cristo mismo.
El alma no cesa en su agradecimiento si -combatiendo toda
rutina‑ trae a menudo a su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada
Eucaristía produce en la vida espiritual efectos parecidos a los que el
alimento material produce en el cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la
debilidad y la muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados
veniales, que causan la debilidad y la enfermedad del alma, y nos preserva de
los mortales, que le ocasionan la muerte. El alimento material repara nuestras
fuerzas y robustece nuestra salud. También «por la frecuente o diaria Comunión,
resulta más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor
efusión de virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la
eterna felicidad». Del mismo modo como el alimento natural permite crecer al
cuerpo, la Sagrada Eucaristía aumenta la santidad y la unión con Dios, «porque
la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra cosa sino
transfigurarnos en aquello que recibimos».
La Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar;
nos impulsa a realizar el trabajo diario con alegría y con perfección; nos
fortalece para llevar con garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades
y tropiezos de la vida ordinaria.
El Maestro está aquí y te llama, se nos dice cada día. No
desatendamos esa invitación; vayamos con alegría y bien dispuestos a su
encuentro. Nos va mucho en ello.
III.
Son muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan frecuente el
encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está preparado y son
muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos vamos a excusar
nosotros? El amor desbarata las excusas.
El deseo y el recuerdo de este sacramento podemos
mantenerlo vivo a lo largo del día mediante la Comunión espiritual, que
«consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato
amoroso como si ya lo hubiésemos recibido». Nos trae muchas gracias y nos ayuda
a vivir mejor el trabajo y las relaciones con los demás. Nos facilita tener la
Santa Misa como el centro del día.
También es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es
«prueba de gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al
Señor».
Ningún
lugar como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y personales
que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el coloquio con el
Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la historia de los
santos, y donde nace el impulso para la oración continuada en el trabajo, en la
calle..., en todo lugar. El Señor presente sacramentalmente nos ve y nos oye
con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo de amor por
nosotros, es «la fuente de la vida y de la santidad»; nos invita cada día a
devolverle esa visita que Él nos ha hecho viniendo sacramentalmente a nuestra
alma. Y nos dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para
descansar un poco.
Junto a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido,
fortaleza para cumplir acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los
demás. «Y ¿qué haremos, preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado?
Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de
un rico? ¿Qué hace un enfermo delante del médico? ¿Qué hace un sediento en
vista de una fuente cristalina?».
Jesús tiene lo que nos falta y necesitamos. Él es la
fortaleza en este camino de la vida. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe
a recibirlo «con aquella pureza, humildad y devoción» con que Ella lo recibió,
«con el espíritu y fervor de los santos».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org