Jesús asegura
la participación en su misma resurrección si comemos de él, "Pan vivo bajado del
cielo"
Vivir
para siempre es el deseo irreprimible del ser humano. Ese deseo confirma la
tesis de que Dios ha creado el hombre para la vida imperecedera. ¿De dónde
vendría tal deseo si no? ¿Por qué habría de aspirar a la inmortalidad si fuese
mortal por naturaleza como los otros seres?
Nuestra
rebeldía ante la muerte arranca de esta necesidad esencial que el hombre tiene
de vivir. La muerte es pues, antinatural, no corresponde a la naturaleza del
hombre. Entonces, ¿de dónde viene la muerte? ¿Por qué morimos?
La
respuesta a estas preguntas en la revelación cristiana sólo se acoge desde la
fe. Dios no ha creado la muerte, dice la Escritura. Es el fruto y precio del
pecado del hombre, engañado por el diablo, padre de la mentira. Dios es Dios de
vivos y no de muertos, para él todos están vivos. De ahí que la muerte física
no sea el problema más grave de la existencia humana; el más grave es morir
para siempre.
Los
mártires cristianos han afrontado la muerte sabiendo que quienes les mataban no
podían arrebatarles la vida sin fin. Como dice Jesús en el evangelio: «No
temáis a quienes matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al
que puede llevar a la perdición alma y cuerpo» (Mt 10,28).
En
el evangelio de este domingo Jesús se presenta como el pan que da a los hombres
la vida eterna. Son muchas las imágenes que Jesús utiliza para decirnos que él
ha venido a darnos la vida inmortal. A la samaritana le habla del agua que
salta hasta la vida eterna, porque aquella mujer iba todos los días a buscar el
agua del pozo de Jacob. A Nicodemo le dice que tiene que nacer de nuevo si
quiere vivir para siempre: se refería al agua y al Espíritu que reciben los
bautizados. Al utilizar la imagen del pan, Jesús piensa en el misterioso maná
que descendió del cielo cuando los israelitas pasaban hambre en el desierto. En
este contexto Jesús se presenta como alimento de quienes desean vivir para
siempre.
Y
dice estas significativas palabras: «Como el Padre que vive me ha enviado, y yo
vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí». (Jn
6,57). Quien escuche estas palabras, fuera del contexto en que fueron
pronunciadas, pensará que Jesús está loco. También sus oyentes dijeron que tal
lenguaje resultaba duro, escandaloso. Sólo después de resucitar, sus apóstoles
llegaron a la plena comprensión de las palabras de Jesús, porque sólo alguien
que ha vencido la muerte mediante la resurrección puede ofrecer a los demás esa
misma victoria sobre la muerte. Por eso Jesús se refiere a Dios, su Padre, por
quien vive, para asegurar que también quienes coman su pan vivirán por él.
El
cristianismo es la religión más positiva que existe porque se fundamenta en
aquel que es la resurrección y la vida. El Hijo de Dios ha venido a vencer la
muerte para siempre. Jesús no nos asegura una inmortalidad del alma, separada
del cuerpo, que puede deducirse de la mera razón, como afirman algunos
filósofos. Jesús promete la resurrección de la carne, es decir, la restauración
del hombre en su unidad integral de cuerpo y alma. Asegura la participación en
su misma resurrección si comemos de él, Pan vivo bajado del cielo. La
simbología del lenguaje no disminuye la realidad del contenido de sus palabras.
En
la eucaristía comemos y bebemos un alimento de inmortalidad, que es viático
para la vida eterna. Jesús no utiliza bellas metáforas vacías de contenido. El
es la Verdad y la Vida y hace aquello que dice, como el mismo Dios del Antiguo
Testamento cuya palabra se cumplía inexorablemente. Por eso, al resucitar, se
deja tocar y se muestra con la realidad de su cuerpo resucitado, a imagen del
cual un día nosotros resucitaremos como él.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia
