Detrás del décimo grupo
empresarial español está un sacerdote en proceso de canonización y su empeño
por aplicar la doctrina social de la Iglesia
Un grupo
de alumnos realizan prácticas en la Escuela Profesional,
poco
después de su creación en 1943. Foto: Corporación Mondragón
|
A finales de junio, la
Comisión de Desarrollo Económico del Parlamento de Navarra aprobó por
unanimidad –desde UPN hasta Sortu– una resolución para promover un modelo
inclusivo-participativo de empresa.
El documento recomienda entre otras medidas
la implicación de los trabajadores en el capital y el gobierno; reinvertir
parte de los beneficios en I+D+i, y buscar soluciones a los problemas sociales
del entorno.
La resolución es fruto de
dos años de trabajo con distintos actores sociales, a partir del
documento La vocación del líder empresarial (2014), del
Consejo Pontificio Justicia y Paz. Detrás de esta iniciativa está el esfuerzo
de la Fundación Arizmendiarrieta y la asociación Amigos de Arizmendiarrieta
para impulsar el legado de este sacerdote y fundador de la Corporación
Mondragón, décimo grupo empresarial español y el mayor grupo cooperativo del
mundo, con presencia en los cinco continentes.
Formación profesional y
social
José María Arizmendiarrieta
(1915-1976), declarado venerable en 2015, pasó toda su vida sacerdotal como
coadjutor en Mondragón. Llegó a esta localidad guipuzcoana en 1941, una época
de carestía, miedo y odio tras la guerra civil. Allí promovió unas condiciones
de vida dignas para todos y la construcción de una sociedad donde la búsqueda
del bien común permitiera superar los enfrentamientos. Así se refleja en el
documental El hombre cooperativo, del ganador de un Goya Gaizka
Urresti, que con motivo del Día Internacional de las Cooperativas (7 de julio)
se proyecta esta semana en el cine Artistic Metropol de Madrid.
Como consiliario de Acción
Católica, el sacerdote apostó por la educación de los jóvenes: espiritual,
laboral y humana. Creó una Escuela Profesional para «formar personas
técnicamente muy preparadas y socialmente comprometidas. Decía que la escuela
tenía que estar al servicio de la sociedad, no solo de los alumnos». Lo cuenta
a Alfa y Omega Javier Retegui, que en 1956 estudió peritaje
industrial en este centro porque las clases nocturnas le permitían trabajar de
día en la Unión Cerrajera, la empresa entonces más importante de la localidad.
Arizmendiarrieta había
intentado que la Unión Cerrajera abriera su capital a los trabajadores. Tras su
fracaso, cinco exalumnos de la Escuela Profesional cercanos a él «empezaron a
diseñar una empresa donde todos los trabajadores fueran socios». Así nació, en
el mismo 1956, Ulgor (acrónimo de Usatorre, Larrañaga, Gorroñogoitia, Ormaetxea
y Ortubay, sus apellidos), convertida luego en Fagor.
Desde la doctrina de la
Iglesia
No partían de cero.
Arizmendiarrieta, como otros sacerdotes salidos del seminario de Vitoria,
estaba fuertemente influido por el catolicismo social de autores franceses como
Munier o Maritan. «Hablaban mucho del cooperativismo como forma de superar la
lucha entre el capital y el trabajo, uniendo ambos en la misma persona»,
explica a esta publicación Jon Artabe, experto en doctrina social de la Iglesia
que ha investigado su figura. En el País Vasco ya había cierta tradición en
este sentido y el nacionalismo vasco, por aquel entonces muy vinculado al
catolicismo, apostó por la cooperativa como «una tercera vía entre el
capitalismo de la derecha monárquica española y el socialismo». La guerra civil
truncó este camino.
El coadjutor de Mondragón
«tenía una visión positiva del trabajo, pues por él el hombre coopera con Dios
en la creación –explica Artabe–. Pero veía que las empresas no funcionan bien
por el egoísmo». Las cooperativas se protegen parcialmente haciendo que todos
los trabajadores sean dueños, estableciendo que el salario más alto no supere
en mucho al más bajo (en los orígenes, el triple), y obligando a reinvertir
parte de los beneficios para ampliar el capital de los socios y para proyectos
de promoción social.
«Fue una revolución»
Estas características
encarnan, según el presidente de la Fundación Arizmendiarrieta, Juan Manuel
Sinde, dos principios básicos de la doctrina social de la Iglesia: la igual
dignidad de todas las personas, y el bien común. «En una cooperativa, las
necesidades de la comunidad son más importantes que los intereses legítimos de
los distintos grupos», sin anularlos. Que los trabajadores participen en la
toma de decisiones no sirve solo para que defiendan sus derechos, sino también
para que desarrollen su creatividad y miren por el bien de la sociedad.
En los años 50 y 60, este
planteamiento «fue una revolución –explica Retegui–. Mondragón pasó de 7.500 a
25.000 habitantes. La gente venía por el trabajo, pero lo que encontraban aquí
les atraía». Después de Fagor, nació la Caja Laboral, otra cooperativa que
permitía financiar nuevos proyectos. Y la Escuela Profesional, de la que
Retegui era director, se convirtió en una Escuela Politécnica Superior donde el
gobierno se comparte entre socios profesores, empresas y alumnos –que no ponen
capital–. Con el tiempo, se crearon otras tres facultades, que a su vez
constituyen cooperativamente la Universidad de Mondragón.
De la Escuela Politécnica
salieron muchos jóvenes que, con Fagor como modelo y la Caja Laboral como fuente
de financiación, provocaron «una explosión de cooperativas en los pueblos de donde
venían: Marquina, Oñate…». Estos proyectos independientes terminaron formando
una corporación que hoy agrupa a 268 empresas, de las cuales un centenar son
cooperativas. La intercooperación entre ellas, que ceden parte de su
autogobierno y de sus beneficios para promover proyectos comunes y ayudarse
unas a otras es, para Artabe, una de las características más interesantes del
grupo. Retegui apunta que, además, Arizmendiarrieta contribuyó bastante a
desarrollar la legislación sobre cooperativas, que entonces solo contemplaba
las de consumo y las agrícolas.
Más allá de la crisis
El modelo entró en crisis
en 2013, con el cierre de Fagor Electrodomésticos. El hundimiento del buque
insignia del grupo fue duro. Pero, para Sinde, también mostró la cara positiva
del cooperativismo: «Los mecanismos de solidaridad funcionaron, el contexto
económico ayudó, y se pudo recolocar a casi todos los trabajadores en otras
empresas de Mondragón». Sí reconoce que «hay una reflexión pendiente, porque el
cierre tuvo causas externas pero también internas».
Puede que «Fagor muriera de
éxito –opina Artabe–. Tal vez estaban creciendo demasiado. Ahí siempre hay un
poco de contradicción, porque al tiempo que defienden unos valores, si juegan
en el mercado de la internacionalización hace falta tener beneficios, expandirse…».
Cree que, en ese sentido, el grupo está luchando por retomar su rumbo original.
Retegui, ya jubilado pero
aún muy vinculado al grupo, es optimista. Si en una sociedad con mucha menos
cultura Arizmendiarrieta logró poner en marcha este modelo, «hoy su aportación
es más válida que nunca y la sociedad está perfectamente formada para asumirla.
Debe aprender a poner a la persona en el centro». Para ello, apunta, hace falta
ser fiel a los principios, aplicarlos con flexibilidad e creatividad, y colaborar
con otras empresas, instituciones públicas y centros de enseñanza. «La
internacionalización –opina– es compatible con nuestros principios, pero hay
que inventar un modelo (y ya se está haciendo) para que también los
trabajadores y el entorno social de otros países», donde no es posible crear
cooperativas, se beneficien de este formato.
En definitiva –concluye
Artabe–, un constante reinventarse. «Arizmendiarrieta decía que el
cooperativismo no era la meta, solo la estructura que había encontrado para plasmar
mejor los valores sociales, cristianos y humanistas. No descartaba que en el
futuro surgiera otra. Esto encaja con la teología: un cristiano sabe que nunca
llegaremos a la perfección en este mundo».
María Martínez López
Fuente: Alfa y Omega