AMOR Y VENERACIÓN AL SACERDOCIO
II. Dispensador de los tesoros divinos. Dignidad del sacerdote.
III. Ayudas que podemos prestarle. Oración. Veneración por el estado
sacerdotal.
«Y llamó a los doce y
comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles potestad sobre los espíritus
inmundos. Y les mandó que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja,
ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con
sandalias y no llevaran dos túnicas.
Y les decía: Si entráis en una casa,
permaneced allí hasta que salgáis de aquel lugar. Y si en algún sitio no os
reciben ni os escuchan, al salir de allí sacudid el polvo de vuestros pies en
testimonio contra ellos. Y habiendo marchado, predicaron que hicieran
penitencia; y expulsaban muchos demonios y ungían con óleo a muchos enfermos y
los curaban.» (Marcos 6, 7-13)
I. Todos los bautizados
nos podemos aplicarlas palabras de San Pablo a los cristianos de Éfeso,
recogidas en la Segunda lectura de la Misa: nos eligió el Señor antes de la
constitución del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia,
por el amor. Gracias al Bautismo ya la Confirmación, todos los fieles
cristianos somos linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa,
pueblo de conquista, «destinados a ofrecer víctimas espirituales que sean
agradables a Dios por Jesucristo».
Por
la participación en el sacerdocio de Cristo, los fieles cristianos toman parte
activa en la celebración del Sacrificio del Altar y, a través de sus tareas
seculares, santifican el mundo, participando de esa misión única de la Iglesia
y realizándola por medio de la peculiar vocación recibida de Dios: la madre de
familia, en la plena realización de su maternidad con los deberes que lleva
consigo; el enfermo, ofreciendo su dolor con amor; cada uno en sus labores y en
sus circunstancias, convertidas día a día en una ofrenda gratísima al Señor.
Por
voluntad divina, de entre los fieles, que poseen el sacerdocio común, algunos
son llamados -mediante el sacramento del Orden- a ejercer el sacerdocio
ministerial; éste presupone el anterior, pero se diferencian esencialmente. Por
la consagración recibida en el sacramento del Orden, el sacerdote se convierte
en instrumento de Jesucristo, al que presta todo su ser, para llevar a todos la
gracia de la Redención: es un hombre escogido entre los hombres, constituido en
favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados. ¿Cuál es, pues, la identidad del sacerdote? «La de
Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino
ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da
inmediatamente, de forma sacramental».
El
Señor, presente de muchas maneras entre nosotros, se nos muestra muy cercano en
la figura del sacerdote. Cada sacerdote es un inmenso regalo de Dios al mundo;
es Jesús, que pasa haciendo el bien, curando enfermedades, dando paz y alegría
a las conciencias; es «el instrumento vivo de Cristo» en el mundo, presta a
Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. En la Santa Misa renueva -in
persona Christi- el mismo Sacrificio redentor del Calvario. Hace presente y
eficaz en el tiempo la Redención obrada por el Señor. «Jesús -recordaba Juan
Pablo II a los sacerdotes brasileños- nos identifica de tal modo consigo en el
ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si
desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de
nosotros».
En
la Santa Misa es Jesucristo quien cambia la sustancia del pan y del vino en su
Cuerpo y en su Sangre. Y «es el propio Jesús quien, en el sacramento de la
Penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son
perdonados. Y es Él quien habla cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio
en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el
propio Cristo quien cuida a los enfermos, a los niños y a los pecadores, cuando
les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados».
Un
sacerdote es para la humanidad más valioso que todos los bienes materiales y
humanos juntos. Hemos de pedir mucho por la santidad de los sacerdotes, hemos
de ayudarles y sostenerlos con la oración y con nuestro aprecio. Debemos ver en
ellos al mismo Cristo.
II. Jesús elige a los
Apóstoles como representantes personales suyos, no sólo mensajeros, profetas y
testigos.
Esta
nueva identidad -actuar in persona Christi- se ha de manifestar en una vida
sencilla y austera, santa; debe mostrarse en una entrega sin límites a los
demás. El Evangelio de la Misa nos relata que Jesús los envió dándoles
autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino
un bastón y nada más: ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja...
Dios
toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de
los demás hombres, sus hermanos, y le confiere una nueva personalidad. Y este
hombre elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo
en determinadas ocasiones, por ejemplo, cuando está realizando una función
sagrada, sino que «lo es siempre, en todos los momentos, lo mismo al ejercer el
oficio más alto y sublime como en el acto más vulgar y humilde de la vida
cotidiana.
Exactamente
lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo,
recibido en el Bautismo, para actuar "como si fuese" un simple
hombre, tampoco el sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal
para comportarse "como si" no fuera sacerdote. Cualquier cosa que
haga, cualquier actitud que tome, quiéralo o no, será siempre la acción y la
actitud de un sacerdote, porque él lo es siempre, a todas horas y hasta la raíz
de su ser, haga lo que haga y piense lo que pensare».
El
sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y
es constituido administrador de los tesoros de Dios: el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios de los
sacramentos, la palabra divina, mediante la predicación, la catequesis, los
consejos de la Confesión. Al sacerdote le es confiada «la más divina de las
obras divinas», como es la salvación de las almas; ha sido constituido
embajador y mediador entre Dios y el hombre.
«Saboreo
la dignidad de la finura humana y sobrenatural de estos hermanos míos,
esparcidos por toda la tierra. Ya ahora es de justicia que se vean rodeados por
la amistad, la ayuda y el cariño de muchos cristianos. Y cuando llegue el
momento de presentarse ante Dios, Jesucristo irá a su encuentro, para
glorificar eternamente a quienes, en el tiempo, actuaron en su nombre y en su
Persona, derramando con generosidad la gracia de la que eran administradores».
Meditemos
hoy junto al Señor cómo es nuestra oración por los sacerdotes, con qué finura
los tratamos, cómo les agradecemos que hayan querido corresponder a la llamada
del Señor, cómo les ayudamos para que sean fieles y santos. Pidamos hoy «a Dios
Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar
santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las
maravillas de las grandezas del Señor».
III. Ellos salieron a
predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban... También los sacerdotes son como una prolongación de
la Humanidad Santísima de Cristo, pues a través de ellos se siguen obrando en
las almas los mismos milagros que realizó el Señor en su paso por la tierra:
los ciegos ven, quienes apenas podían andar recuperan las fuerzas, los que
habían muerto por el pecado mortal recuperan la vida de la gracia en el
sacramento de la Confesión...
El
sacerdote no busca compensaciones humanas, ni honra personal, ni prestigio
humano, ni mide su labor por las medidas humanas de este mundo... No viene a
ser partidor de herencias entre los hombres, ni a redimirlos de sus
deficiencias materiales -ésa es tarea de todos los cristianos y de todos los
hombres de buena voluntad-, sino que viene a traernos la vida eterna. Esto es
lo específico suyo; es, también, de lo que más necesitado anda el mundo; por
eso hemos de pedir tanto que haya siempre los sacerdotes necesarios en la
Iglesia, sacerdotes que luchen por ser santos.
Hemos
de pedir y fomentar estas vocaciones, si es posible, entre los miembros de la
propia familia, entre los hijos, entre hermanos... ¡Qué inmensa alegría para
una familia si Dios la bendice con este don! Todos los fieles tienen la
gratísima obligación de ayudar a los sacerdotes, especialmente con la oración:
para que celebren con dignidad la Santa Misa y dediquen muchas horas al
confesonario; para que tengan en el corazón la administración de los
sacramentos a enfermos y ancianos y cuiden con esmero la catequesis; para que
se preocupen del decoro de la Casa de Dios y sean alegres, pacientes,
generosos, amables y trabajadores infatigables para extender el Reino de
Cristo... Les ayudaremos en sus necesidades económicas con generosidad,
procuraremos prestarles nuestra colaboración en aquello que podamos... Y jamás
hablemos mal de ellos. «¡De los sacerdotes de Cristo no se ha de hablar más que
para alabarles!».
Si
alguna vez vemos en alguno de ellos faltas y defectos, procuremos excusarlos,
disculparles, y hacer como aquellos buenos hijos de Noé: taparlos con la capa
grande de la caridad. Será un motivo más para ayudarles con un comportamiento
ejemplar y con nuestra oración y, cuando sea oportuno, con una corrección
fraterna y filial a la vez.
Para
crecer en amor y veneración a los sacerdotes nos pueden ayudar estas palabras
que Santa Catalina de Siena pone en boca del Señor: «No quiero que mengüe la
reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el
respeto que se les manifiesta no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la
Sangre que Yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto,
deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más (...). No
se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a ellos. Por eso
lo he prohibido, y he dicho que no admito que sean tocados mis Cristos».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org