Cuántas veces hemos tenido esa sensación de no
poder más, clamamos al cielo y pareciera que este estuviera sordo a nuestra
voz...
Señor, qué difícil es sentir tu
presencia en medio de la tormenta.
¿Dios, para qué tanto? Tú y yo
hemos pasado épocas en que nos suceden cosas llenas de dolor, una tras otra.
Las lágrimas se vienen sin pedirlas y no porque sintamos misericordia por
nosotros mismos, sino por el cansancio emocional, la fatiga
física que estamos llevando a cuestas.
Cuántas veces hemos tenido esa
sensación de no poder más. Clamamos al cielo y pareciera que este estuviera
sordo a nuestra voz. Qué sensación más extraña. Como si la pena
no tuviera final.
Se dice que Dios les da las
batallas a sus guerreros más fuertes. ¿De verdad? Entonces, ¿por qué el sentir
es ya no poder más? Las fuerzas se agotan, el cansancio se apodera y hasta
amanecer cuesta.
¿Será que de verdad Dios se
encuentra ausente cuando pasamos por momentos de dolor? Eso pareciera. Sin
embargo, Él nunca está indiferente a
nuestro sufrimiento. Solo basta que clamemos su nombre para
hacerse presente de la manera en que los ojos de nuestro espíritu le
reconocerán. Puede ser que los ojos de los sentidos difícilmente le registren,
los del alma siempre.
Definitivamente, algunos de los
grandes misterios siempre serán la enfermedad y la muerte. Nunca estaremos del
todo preparados para recibirlas. Llegan sin avisar, de repente… Todo estaba
bien y de un momento a otro todo cambia. La vida se torna tan frágil…
Las preguntas surgen, los
miedos aparecen. Son tan intensos que paralizan el alma. Muchas
veces no nos dan ganas ni de rezar. Deseo para hacerlo sí hay, fuerza no. Es
por eso que en esos momentos es importante
pedir a los demás que nos sostengan con sus oraciones.
Mientras tanto, hay que
convertir nuestro dolor en plegaria sencillamente diciéndole a Dios: “Te lo ofrezco”. Así Él dará la fuerza cuando
la debilidad se presente, la esperanza cuando la desesperación invade, la luz
cuando la vida se torne oscura. Solo Dios es la certeza cuando
hay más preguntas que respuestas.
¿Pero, cuál será el fin de
tanto? Quizá de momento no encontremos respuesta alguna que nos sirva de
bálsamo para mitigar nuestro dolor. Sin embargo, jamás dudemos que todo se encamina a un bien mayor.
Tan solo reflexiona, ¿sabes a
cuántas personas has puesto a rezar por ti mientras tú pasas por ese dolor?
¿Sabes cuántas jamás habían rezado y gracias a tu sufrimiento hoy comienzan a
acercarse a Dios? Justo este es uno de los tantos fines del
dolor y del sufrimiento: la conversión de los corazones.
Es cierto, mientras uno pasa
por todo eso nuestra parte humana -ya cansada y abatida- voltea al cielo y como
hijo vulnerable puede hasta renegar. Créeme que Dios cuenta con nuestra
debilidad y está siempre listo a socorrernos, solo necesitamos pedir su ayuda.
Recuerdo hace muchos años
cuando uno de mis hijos estaba gravísimo. Mi chiquillo estaba de lo mejor
atendido, pero la septicemia no cedía. Recibía la Eucaristía a diario. Frente a su cama en el hospital tenía escrita una lista de
personas y cada vez que sentía dolor él volteaba a la lista y ofrecía su
malestar por alguna de ellas.
Él lo que hizo fue convertir la
queja en actos de amor. Tú puedes hacer lo mismo cuando pases por un momento
difícil. Puedes decir: “Dios mío, pero qué pesado me resulta esto. Aun así, te
lo ofrezco por…” y ponle nombre y apellido.
Desde que el mismo Cristo
sufrió dolor, este obtuvo otro significado. Ahora, todo sufrimiento ofrecido a Dios por amor tiene un valor corredentor. Por eso no
hay que desperdiciar ni una sola lágrima.
Por muy grande que sea la
tormenta, por mucha lluvia que caiga sobre ti abre las alas de tus sueños y
vuela a través de las nubes hasta volver a encontrar la luz del sol. Nunca habrá tormenta tan grande que pueda quitar al sol su
capacidad de alumbrar.
Es muy importante que por tu
propio bien jamás desconfíes del amor de Dios por ti y del plan perfecto de
santidad detrás de cualquier regalo envuelto de dolor. Trata -hasta donde tu
capacidad te dé- de no entristecerte. Al contrario. Siéntete privilegiado de
que Cristo te haya tomado en cuenta para cargar su cruz por unos instantes. Hoy
que sufres eres otro Cirineo.
Si pasas por alguna enfermedad,
de esas que te hacen voltear al cielo y preguntar, ¿para qué a mí?, haz de ella
tu medio de santificación y convierte tu dolor en oración. Insisto, no
desperdicies ni uno sólo de tus malestares y entrégaselos a Dios. Cada lágrima
y cada segundo de sufrimiento ofrécelos por un fin concreto.
Todo aquello noble entregado a
Dios con actitud humilde tiene un valor corredentor infinito a sus ojos y más
cuando viene de un corazón puro y sincero como el tuyo. Y esa sonrisa en tu
rostro, esa que es muy tuya, nunca la quites y muestra al mundo entero que en medio del dolor también se puede sonreír.
Es cierto. A veces la vida nos
presenta tantas y tantas razones para tirar la toalla, para llorar y darnos por
vencidos. Incluso retos que se ven tan imposibles que nos quitan el aliento y
los deseos de seguir adelante y hasta de cerrar los ojos de manera permanente.
Sin embargo, luego, después de
limpiar el llanto, vuelves a abrir los ojos y te das cuenta de que ha vuelto a
salir el sol y que allá afuera hay alguien que es muy feliz por el simple hecho
de que tú existas y por quien tu simple presencia hace que su vida sea distinta.
Entonces sientes ese golpe de
adrenalina en el alma que te saca de la cama y te hace gritar: ¡Por ti y por mí
vale la pena vivir! Elige vivir y seguir adelante a pesar de las
circunstancias. Con todo tu corazón reza esta plegaria a Dios:
Padre bueno,
ayúdame a reconocerte en cada
evento y circunstancia de mi vida. Sé que caminas junto a mí, aunque en estos
momentos de dolor tu presencia se sienta ausencia.
Ábreme puertas para encontrar
soluciones a esto que hoy paso. Ciérrame heridas para que solo el amor me
dirija. Enséñame a reconocer y a aceptar tu voluntad con paciencia, humildad y
con la certeza de que quieres solo lo mejor para mí.
Mis heridas con sus miedos, te
las regalo con todo su dolor porque ya aprendí de ello lo que debía de
aprender. De hoy en adelante elijo solo el amor en cualquiera de sus
manifestaciones porque el amor es el ala que Tú has dado al alma para que pueda
subir hasta Ti.
Sí, yo en Ti y Tú en mí, Tú y
yo somos mayoría y no tengo más nada nunca que temer.
Por muy duro que sea lo que
estés viviendo recuerda hacer cada día al
menos una cosa que dé sentido a tu existencia y a todo lo que estés
pasando.
Mira a tu alrededor y descubre
los mensajes ocultos de belleza y de verdad que existen y que fueron creados
sólo para ti. Encuéntralos dondequiera, en cada lugar, en cada persona. Todos
estamos conectados de alguna manera y tienen algo que decirnos.
Abre tu mente y tu corazón para
mandar y recibir los mensajes de amor que la vida te quiere regalar el día de
hoy, sin importar si hay sufrimiento o alegría.
Y siempre sonríe. Tu sonrisa
será aún más hermosa cuando la utilices frente a los problemas. Siempre
recuerda volverte a Dios y aunque tu sonrisa la estés mojando con lágrimas,
dile: “¿Tú lo quieres? ¡Entonces yo
también lo quiero!”.
No te des jamás por vencido
porque la vida lo vale todo. Lucha y ama con tal fuerza que el último suspiro
de aliento que te quede sea para que digas: “¡Sí pude! Y lo pude junto a Ti, mi
Señor”.
Párate. Sacude esa tristeza.
Canta esa famosísima canción “I’m still standing” -Sigo de Pie-
y exclama emocionado la certeza de que Dios nunca te ha abandonado. Grita al mundo que puedes con esto y
más porque Él te lleva de su mano. Recuerda que al que todo
lo pierde, le queda Dios todavía.
Encomiéndate a Él de todo corazón,
que muchas veces suele llover su misericordia en el tiempo que están más secas
las esperanzas. Repite confiado: “Tuyo soy Jesús y para Ti nací. ¿Qué quieres
mi Jesús de mí?”.
Luz Ivonne Ream
Fuente:
Aleteia