Jesús ha respondido con su vida y su entrega a las preguntas del corazón
humano: ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué morimos?
La curación de la hemorroísa
y la resurrección de la hija de Jairo, que leemos en el evangelio de este
domingo, presentan a Jesús sanando y resucitando. Estos milagros son la prueba
de que es el Mesías esperado, tal como habían anunciado los profetas.
Sin embargo, relatos como
este suscitan, según Urs von Balthasar, «preguntas terribles», que formula de
esta manera: «¿Por qué entonces tienen que enfermar tantos hombres después de
él y por qué tienen que morir todos? ¿Quiere Dios la muerte? Si nada ha
cambiado en el mundo, ¿para qué vino Cristo a él?».
La revelación bíblica deja
claro que «Dios no hizo la muerte». Su presencia en el mundo se atribuye a la
envidia del diablo que, como ángel caído, no podía soportar la felicidad del
hombre en estado de gracia. El dogma del pecado original explica el desorden
que ha sufrido la humanidad, que padece la enfermedad y camina hacia la muerte.
Por eso nos preguntamos, si Cristo vino para remediar estos males, ¿por qué no
lo ha hecho de modo definitivo y universal?.
En el precioso relato del
evangelio al que hemos aludido, Jesús ofrece alguna pista para responder a estas
preguntas. Cuando llega a casa de Jairo y escucha el alboroto de los que
lloraban y se lamentaban a gritos, Jesús afirma: «¿Qué estrépito y lloros son
estos? La niña no está muerta; está dormida». Jesús entiende la muerte como un
sueño, como dice también antes de resucitar a su amigo Lázaro.
Para Cristo, la muerte
verdadera, que el Apocalipsis llama «segunda muerte», no es la física, sino la
espiritual que sucede más allá del morir terreno. También la enfermedad, que
según la mentalidad judía era una premonición de la muerte, para Jesús no tiene
la trascendencia que le otorgan los hombres. Se explica así que la hemorroísa
es curada con sólo tocar el manto a Jesús gracias a la fuerza que dimana de él.
La venida de Cristo a este
mundo ha dejado las cosas aparentemente iguales, pero no es así. Jesús es
resurrección y vida y su fuerza ha penetrado en la entraña de lo humano
reorientando todo hacia la plenitud de Dios. No cabe duda de que la enfermedad
y la muerte siguen siendo un enigma de la condición humana, pero ha sucedido
algo que nos permite responder a esas dramáticas preguntas que el hombre se
hace en su interior. San Pablo lo explica muy bien en el capítulo 8 de la carta
a Romanos, cuando afirma que estamos salvados «en esperanza» y que aún no vemos
lo que se desvelará en el momento final de la historia. ¿A qué se refiere?
Sencillamente a que el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y con ella todo
sufrimiento y la misma muerte.
Jesús ha respondido con su
vida y su entrega a las preguntas del corazón humano: ¿Por qué sufrimos? ¿Por
qué morimos? ¿Por qué este mundo parece que se le ha escapado a Dios de las
manos? Estas preguntas están ya en el Antiguo Testamento, en los Salmos y
libros sapienciales, en los profetas, que gritaban a Dios para quejarse de sus
planes incomprensibles. En Cristo está la respuesta, y especialmente en el
silencio sobrecoger de su muerte y de su descenso a lo más ínfimo de la
condición humana, donde se ha hecho solidario con lo que el hombre rechaza como
inaceptable a la razón. Jesús ha roto esa frontera y nos ha dado signos de que
en él está la Vida y la Resurrección y que la muerte no tiene su origen en Dios.
Es posible que nos falte la
fe de aquella mujer que padecía hemorragias de sangre y le bastó tocar el manto
de Jesús para ser curada. O la de Jairo, que, aún sabiendo que su hija había
muerto, confió en que Jesús podía devolverla a la vida. Bastó con tomarla de la
mano para que la niña despertara del «sueño» y echara a andar.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia