Los cristianos no estamos huérfanos, tenemos a María como nuestra madre
“Jesús,
viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo.». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu
madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.”
Una de las
cosas más sagradas que existen es el deseo de un moribundo, es un deseo que se
debe cumplir tal como lo pidió la persona que estaba a punto de fallecer. Pues
bien, el último deseo de Jesús lo expresó en esta cita: “Ahí tienes a tu
madre”. Y dicho regalo se lo dejó “al discípulo amado”. Esto nos hace concluir
que el “verdadero discípulo” es aquel que recibe a María en su casa, así como
Jesús deseó.
2. Lc 1,
26-28. El saludo “del Ángel”.
“Al
sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea,
llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa
de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo.»”
Estas palabras las dice el ángel Gabriel, pero recordemos que un ángel es un mensajero de Dios, es decir, lo que hace es transmitir lo que aquella persona emisora le dice que transmita a la receptora; por lo tanto, el saludo es de Dios, no del ángel; es decir, que el primero que la bendijo y el primero que la alabó fue el mismo Dios a través de este mensajero (el ángel): “llena eres de gracia”.
3. Lc 1, 41.
El saludo de María
“Y
sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en
su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo”.
El hijo al
que se refiere la cita bíblica es Juan El Bautista. De él se había anunciado:
que iba a ser grande, que anunciaría al mesías y que estaría lleno del espíritu
santo. Pues bien, sucede que este llenarse del espíritu santo se da cuando
María saluda a Isabel. Dice el versículo: el niño saltó de gozo en su vientre e
Isabel quedó llena del Espíritu Santo. La presencia de María y su saludo les
llevan el Espíritu Santo a Isabel y Juan el Bautista (casi lo mismo sucede con
los discípulos en Pentecostés).
4. Lc 1, 42.
El Ave María.
“y
exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto
de tu seno;”
¿A qué te suena esta frase? ¡Es el Ave María! La primera que rezó el
rosario (que es venerar a María) fue Isabel, y quién impulsó a bendecir a María
fue el Espíritu Santo. Muy bien podemos afirmar entonces que quien ataca a
María, está atacando al Espíritu Santo, pues fue él, el que movió a Isabel a
alabar y a venerar a María por primera vez en la historia.
Otro detalle
interesante es que la primera alabanza se hace a María (“bendita tú”) y después
es al fruto de su vientre (Jesús). Es el Espíritu Santo el que mueve a Isabel a
reconocer la grandeza de esta mujer. Los que insultan a María, insultan lo que
Jesús alabó y lo que el Espíritu inspiró a Isabel.
5. Lc 1, 48.
Bienaventurada
“porque
ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las
generaciones me llamarán bienaventurada”.
“El
Magníficat” es uno de los cánticos más famosos, María lo hace después de su
encuentro con su prima Isabel. En el encontramos como la “biografía” de María,
y una de las palabras claves es la profecía que María hace de sí misma: “desde
ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”. Cumplir con la palabra
de Dios, es llamar a María “bienaventurada”.
Por todo lo
dicho anteriormente, no tengamos miedo de alabar a María, de rezar el rosario,
de venerar a María, pues el primero que la alabó fue Dios; después lo hizo
Isabel, después muchos otros… cumpliendo esa profecía de Lc 1, 48.
María fue uno
de los regalos más queridos y especiales de parte de Jesús, uno de sus últimos
deseos. Como diría el papa Francisco: “los cristianos no estamos huérfanos,
tenemos a María como nuestra madre”; venerarla, alabarla, no es quitarle
espacio a Dios, pues al acercarnos a María, lo único que hace es reconducirnos
a Jesús (“hagan lo que Él les diga”).
No temas
llevarte a María a tu casa, no temas tener a María como tu madre o intercesora.
Ella es uno de los más preciados regalos que nos dejó el mismo Dios.
Por: P. Samuel Bonilla