SERENIDAD ANTE LAS DIFICULTADES
Dominio público |
II. Debemos contar con
incomprensiones si somos de verdad apóstoles en medio del mundo. No es el
discípulo más que el maestro.
III. Actitud ante las
dificultades.
«Aquel día, llegada la
tarde, les dice: Crucemos al otro lado. Y despidiendo a la muchedumbre le
llevaron en la barca tal como se encontraba, y le acompañaban otras barcas. Y
se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca,
de manera que se inundaba la barca.
Él estaba en la papa durmiendo sobre un
cabezal; entonces lo despiertan, y le dicen: Maestro, ¿no te importa que
perezcamos? Y levantándose, increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece!
Y se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. Entonces les dijo: ¿Por
qué tenéis miedo? ¿Todavía no tenéis fe? Y se llenaron de gran temor y se
decían unos a otros: ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le
obedecen?» (Marcos 4, 35-41).
I. En dos ocasiones, según
leemos en el Evangelio, sorprendió la tempestad a los Apóstoles en el lago de
Genesaret, mientras navegaban hacia la orilla opuesta cumpliendo un mandato del
Señor. En el Evangelio de la Misa de este domingo, San Marcos narra que Jesús
estaba con ellos en la barca, y aprovechó aquellos momentos para descansar,
después de un día muy lleno de predicación. Se recostó en la popa, reposando la
cabeza sobre un cabezal, probablemente un saquillo de cuero embutido de lana,
sencillo y basto, que para descanso de los marineros llevaban estas barcas.
¡Cómo contemplarían los ángeles del Cielo a su
Rey y Señor apoyado sobre la dura madera, restaurando sus fuerzas! ¡El que
gobierna el Universo está rendido de fatiga! Mientras tanto, sus discípulos,
hombres de mar muchos de ellos, presienten la borrasca. Y la tempestad se
precipitó muy pronto con un ímpetu formidable: las olas se echaban encima, de
manera que se inundaba la barca. Hicieron frente al peligro, pero el mar se
embravecía más y más, y el naufragio parecía inminente. Entonces, como
definitivo recurso, acuden a Jesús. Le despertaron con un grito de angustia:
¡Maestro, que perecemos! No fue suficiente la pericia de aquellos hombres
habituados al mar, tuvo que intervenir el Señor. Y levantándose, increpó a los
vientos y dijo al mar: ¡calla, enmudece! Y se calmó el viento, y se produjo una
gran bonanza. La paz llegó también a los corazones de aquellos hombres
asustados.
Algunas
veces se levanta la tempestad a nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y
nuestra pobre barca parece que ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la
impresión de que Dios guarda silencio; y las olas se nos echan encima:
debilidades personales, dificultades profesionales o económicas que nos
superan, enfermedades, problemas de los hijos o de los padres, calumnias,
ambiente adverso, infamias...; pero «si tienes presencia de Dios, por encima de
la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo
del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la
serenidad».
Nunca
nos dejará solos el Señor; debemos acercanos a Él, poner los medios que se
precisen... y, en todo momento, decirle a Jesús, con la confianza de quien le
ha tomado por Maestro, de quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor,
no me dejes! Y pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de
ser amargas, y no nos inquietarán las tempestades.
II. Jesús se puso en pie,
increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Este milagro fue
impresionante y quedó para siempre en el alma de los Apóstoles; sirvió para
confirmar su fe y para preparar su ánimo en vista de las batallas, más duras y
difíciles, que les aguardaban. La visión de un mar en absoluta calma, sumiso a
la voz de Cristo, después de aquellas grandes olas, quedó grabada en su
corazón. Años más tarde, su recuerdo durante la oración tuvo que devolver
muchas veces la serenidad a estos hombres cuando se enfrentaron a todas las
pruebas que el Señor les iba anunciando.
En
otra ocasión, camino de Jerusalén, les había dicho Jesús que se iba a cumplir
lo que habían vaticinado los profetas acerca del Hijo del Hombre; porque será
entregado en manos de los gentiles, y escarnecido, y azotado, y escupido; y
después que le hubieren azotado le darán muerte y al tercer día resucitará. Y a
la vez les advierte que también ellos conocerán momentos duros de persecución y
de calumnia, porque no es el discípulo más que el maestro, ni el siervo más que
su amo. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su
casa. Jesús quiere persuadir a aquellos primeros y también a nosotros de que
entre Él y su doctrina y el mundo como reino del pecado no hay posibilidad de
entendimiento; les recuerda que no deben extrañarse de ser tratados así: si el
mundo os aborrece, sabed que antes que a vosotros me aborreció a mí.
Y
por eso, explica San Gregorio: «la hostilidad de los perversos suena como
alabanza para nuestra vida, porque demuestra que tenemos al menos algo de
rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie
puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo». Por
consiguiente, si somos fieles habrá vientos y oleaje y tempestad, pero Jesús
podrá volver a decir al lago embravecido: ¡Silencio, cállate! En los comienzos
de la Iglesia, los Apóstoles experimentaron pronto, junto a frutos muy
abundantes, las amenazas, las injurias, la persecución.
Pero
no les importó el ambiente, a favor o en contra, sino que Cristo fuera conocido
por todos, que los frutos de la Redención llegarán hasta el último rincón de la
tierra. La predicación de la doctrina del Señor, que humanamente hablando era
escándalo para unos y locura para otros, fue capaz de penetrar en todos los
ambientes, transformando las almas y las costumbres.
Han
cambiado muchas de aquellas circunstancias con las que se enfrentaron los
Apóstoles, pero otras siguen siendo las mismas, y aún peores: el materialismo,
el afán desmedido de comodidad y de bienestar, de sensualidad, la ignorancia,
vuelven a ser viento furioso y fuerte marejada en muchos ambientes. A esto se
ha de unir el ceder -por parte de muchos- a la tentación de adaptar la doctrina
de Cristo a los tiempos, con graves deformaciones de la esencia del Evangelio.
Si
queremos ser apóstoles en medio del mundo debemos contar con que algunos -a
veces el marido, o la mujer, o los padres, o un amigo de siempre- no nos
entiendan, y habremos de cobrar firmeza de ánimo, porque no es una actitud
cómoda ir contra corriente. Habremos de trabajar con decisión, con serenidad, sin
importarnos nada la reacción de quienes -en no pocos aspectos- se han
identificado de tal manera con las costumbres del nuevo paganismo que están
como incapacitados para entender un sentido trascendente y sobrenatural de la
vida.
Con
la serenidad y la fortaleza que nacen del trato íntimo con el Señor seremos
roca firme para muchos. En ningún momento podemos olvidar que, particularmente
en nuestros días, «el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con
la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»: en las
asociaciones de padres de alumnos, en los colegios profesionales, en los
claustros universitarios, en los sindicatos, en la conversación informal de una
reunión...
Como
ejemplo concreto, es de especial importancia la influencia de las familias en
la vida social y pública. «Ellas mismas deben ser "las primeras en
procurar que las leyes no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan
positivamente los derechos y deberes de la familia" (cfr. Familiaris
consortio, 44), promoviendo así una verdadera "política familiar"
(ibídem). En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina
de la Iglesia sobre la familia de manera renovada y completa, despertar la
conciencia y la responsabilidad social y política de las familias cristianas,
promover asociaciones o fortalecer las existentes para el bien de la familia
misma». No podemos permanecer inactivos mientras los enemigos de Dios quieren
borrar toda huella que señale el destino eterno del hombre.
III. «"Las tres concupiscencias
(cfr. 1 Jn 2, 16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un
vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus
propias fuerzas, y de afán de riquezas" (Mons. Escrivá de Balaguer, Carta
14-III-974, n. 10). (...) Y vemos, sin pesimismo ni apocamientos, que (...)
estas fuerzas han alcanzado un desarrollo sin precedentes y una agresividad
monstruosa, hasta el punto de que "toda una civilización se tambalea,
impotente y sin recursos morales" (ibídem)». Ante esta situación no es
lícito quedarse inmóviles. Nos apremia el amor de Cristo..., nos dice San Pablo
en la Segunda lectura de la Misa. La caridad, la extrema necesidad de tantas
criaturas, es lo que no surge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes,
cada uno en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos de
personas que no quieren o no pueden entender.
«Caminad
(...) in nomine Domini, con alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin
pesimismos! Si surgen dificultades, más abundante llega la gracia de Dios; si
aparecen más dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas
dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada a los
obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor apostólica. Por eso,
incluso me atrevería a afirmar que conviene que haya dificultades, porque de
este modo tendremos más ayuda de Dios: donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia (Rom 5, 20)».
Aprovecharemos
la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro,
para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y
permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. «Cristiano, en
tu nave duerme Cristo -nos recuerda San Agustín-, despiértale, que Él increpará
a la tempestad y se hará la calma». Todo es para nuestro provecho y para el
bien de las almas. Por eso, basta estar en su compañía para sentirnos seguros.
La inquietud, el temor y la cobardía nacen cuando se debilita nuestra oración.
Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y
al mar, y se hará una gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros
quedaremos maravillados, como los Apóstoles.
La
Santísima Virgen no nos abandona en ningún momento: «Si se levantan los vientos
de las tentaciones -decía San Bernardo- mira a la estrella, llama a María
(...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te
perderás si en ella piensas. Si ella te tiende su mano, no caerás; si te
protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás
felizmente al puerto si ella te ampara».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org