LA FE DE BARTIMEO
II. Fe y
desprendimiento para seguir al Señor. Nuestra oración también ha de ser
personal, directa, sin anonimato, como la de Bartimeo.
III. Seguir a Cristo
en el camino, también en los momentos de la oscuridad. Confesión externa de la
fe.
“Llegan a Jericó. Y
cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran
muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado
junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a
gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le
increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten
compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llaman al ciego,
diciéndole: «¡Animo, levántate! Te llama.» Y él, arrojando su manto, dio
un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué
quieres que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le
dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le
seguía por el camino” (Marcos 10,46–52. 46).
I. Relata San Marcos en el
Evangelio de la Misa de hoy que Jesús, al salir de Jericó en su camino hacia
Jerusalén, pasó cerca de un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, que estaba
sentado junto al camino pidiendo limosna. Bartimeo «es un hombre que vive a oscuras,
un hombre que vive en la noche. Él no puede, como otros enfermos, llegar hasta
Jesús para ser curado. Y ha oído noticias de que hay un profeta de Nazaret que
devuelve la vista a los ciegos». También nosotros, comenta San Agustín,
«tenemos cerrados los ojos del corazón y pasa Jesús para que clamemos».
El
ciego, al sentir el tropel de gente, preguntó qué era aquello»; «seguramente,
tiene costumbre de distinguir los ruidos: los ruidos de las gentes que van a
las faenas del campo, los ruidos de las caravanas que viajan hasta tierra
lejanas. Pero un día (...) se enteró de que era Jesús de Nazaret el que pasaba.
Bartimeo oyó ruidos a una hora quizá desacostumbrada y preguntó -porque no eran
los ruidos con los que tenía una cierta familiaridad, eran los ruidos de una
muchedumbre diferente-: "¿Qué pasa?"». Y le dicen: Es Jesús de
Nazaret.
Al
oír este nombre se llenó de fe su corazón. Jesús era la gran oportunidad de su
vida. Y comenzó a gritar con todas sus fuerzas: ¡Jesús, Hijo de David, ten
compasión de mí! En su alma, la fe se hace oración. «Como a ti, cuando has
sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y
comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud».
Las
dificultades comienzan muy pronto para aquel hombre que busca en la oscuridad a
Cristo, que pasa cerca de su vida. Quienes le rodeaban le reprendían para que
callase. San Agustín comenta esta frase del Evangelio haciendo notar que cuando
un alma se decide a clamar al Señor, o a seguirle, con frecuencia encuentra
obstáculos en las personas que le rodean. Le reprendían para que callase:
«Cuando haya comenzado a realizar estas cosas, mis parientes, vecinos y amigos
comenzarán a bullir.
Los
que aman el sigilo se me ponen enfrente. ¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso
eres! ¿Por ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería, es una
locura. Y cosas tales clama la turba para que no clamemos los ciegos». «Y
amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des
voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!».
Bartimeo
no les hace el menor caso. Jesús es su gran esperanza, y no sabe si volverá a
pasar de nuevo cerca de su vida. Y, en vez de callar, clama más fuerte: Hijo de
David, ten compasión de mí. «¿Por qué has de obedecer los reproches de la turba
y no caminar sobre las huellas de Jesús que pasa? Os insultarán, os morderán,
os echarán atrás, pero tú clama hasta que lleguen tus clamores a los oídos de
Jesús, pues quien fuere constante en lo que el Señor mandó, sin atender los
pareceres de las turbas y sin hacer gran caso de los que siguen aparentemente a
Cristo, antes prefiere la vista que Cristo ha de darle al estrépito de los que
vocean, no habrá poder que le retenga, y Jesús se detendrá y le sanará».
Y,
efectivamente, «cuando insistimos fervorosamente en nuestra oración, detenemos
a Jesús que va de paso». La oración del ciego es escuchada. Ha logrado su
propósito, a pesar de las dificultades externas, de la presión del ambiente que
le rodea y de su propia ceguera, que le impedía saber con exactitud dónde se
encontraba Jesús, que permanecía en silencio, sin atender, aparentemente, su
petición.
«¿No
te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino,
de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti,
que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la
urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa
jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!».
II. «El Señor, que le oyó
desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús
percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos
convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos,
como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó».
La
comitiva se detiene y Jesús manda llamar a Bartimeo: ¡Animo!, levántate, te
llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. «¡Tirando su
capa! No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude
pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado
la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y
macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas
amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo
aquello les sobraba, para correr más deprisa y saltar el parapeto enemigo. Como
a Bartimeo, para correr detrás de Cristo.
»No
olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo
que estorbe: manta, macuto, cantimplora».
Está
ahora Bartimeo delante de Jesús. La multitud los rodea y contempla la escena.
El Señor le pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Él, que podía restituir la
vista, ¿ignoraba acaso lo que quería el ciego? Jesús desea que le pidamos.
Conoce de antemano nuestras necesidades y quiere remediarlas.
«El
ciego contestó enseguida: Señor, que vea. No pide al Señor oro, sino vista.
Poco le importa todo, fuera de ver, porque aunque un ciego puede tener otras muchas
cosas, sin la vista no puede ver lo que tiene.
»Imitemos,
pues, al que acabamos de oír. Imitémosle en su fe grande, en su oración
perseverante, en su fortaleza para no rendirse ante el ambiente adverso en el
que se inician sus primeros pasos hacia Cristo. «Ojalá que, dándonos cuenta de
nuestra ceguera, sentados junto al camino de las Escrituras y oyendo que Jesús
pasa, le hagamos detenerse junto a nosotros con la fuerza de nuestra oración»,
que debe ser como la de Bartimeo: personal, directa, sin anonimato. A Jesús le
llamamos por su nombre y le tratamos de modo directo y concreto.
III. La historia de Bartimeo
es nuestra propia historia, pues también nosotros estamos ciegos para muchas
cosas, y Jesús está pasando junto a nuestra vida. Quizá ha llegado ya el
momento de dejar la cuneta del camino y acompañar a Jesús.
Las
palabras de Bartimeo: Señor, que vea, nos pueden servir como una jaculatoria
sencilla para repetirla muchas veces, y de modo particular cuando nos falten
luces en el apostolado, en cuestiones que no sabemos resolver; pero sobre todo
en materias relacionadas con la fe y la vocación. «Cuando se está a oscuras,
cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz. Repite.
Grita, insiste con más fuerza. "Domine, ut videam!" -¡Señor, que
vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él
te concederá».
En
esos momentos de oscuridad, cuando quizá ya no nos acompaña el entusiasmo
sensible de los primeros tiempos en que seguimos al Señor; cuando la oración se
hace costosa y la fe parece debilitarse; cuando no vemos con tanta claridad el
sentido de una pequeña mortificación y se ocultan los frutos del esfuerzo en el
apostolado, precisamente entonces es cuando más necesitamos de la oración. En
vez de recortar o abandonar el trato con Dios, por el mayor esfuerzo que nos
supone, es el momento de mostrar nuestra lealtad, nuestra fidelidad, redoblando
el empeño por agradarle.
Jesús
le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Lo primero
que ve Bartimeo en este mundo es el rostro de Cristo. No lo olvidará jamás. Y
le seguía en el camino. Es lo único que conocemos de Bartimeo: que le seguía
por el camino. A través de San Lucas sabemos que le seguía glorificando a Dios.
Y todo el pueblo, al presenciarlo, alabó a Dios. Durante toda su vida
recordaría Bartimeo la misericordia de Jesús. Muchos se convertirían a la fe
por su testimonio.
Muchas
gracias hemos recibido también nosotros. Tan grandes o mayores que la del ciego
de Jericó. Y también espera el Señor que nuestra vida y nuestra conducta sirvan
a muchos para que encuentren a Jesús presente en nuestro tiempo.
Y
le seguía por el camino, glorificando a Dios. Es también un resumen de lo que
puede llegar a ser nuestra propia vida si tenemos esa fe viva y operativa, como
Bartimeo.
Con
palabras del himno Adoro te devote acabamos nuestra oración: Iesu, quem velatum
nunc aspicio, // oro, fiat illud quod tam sitio; // ut te revelata cernens
facie, // visu sim beatus tuae gloriae. Amen.
Jesús,
a quien ahora veo escondido // te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: //
que al mirar tu rostro ya no oculto, // sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org