En la fe cristiana, Dios siempre nos precede en el amor. Nos precede al crearnos, y nos precede al elegirnos como amigos de Cristo
El concepto de amistad ha
sido analizado desde muy antiguo por filósofos, teólogos y poetas. Ha llenado
páginas en los tratados de sicología y sociología. Al definirla, suele decirse
que es una relación de amor benevolente, basado en la igualdad entre quienes
comparten ese afecto, tan noble en sí mismo que sólo busca el bienestar del
otro.
No hay amistad para el mal,
dice un proverbio. En ella todo concurre hacia el bien. También necesita
tiempo. Según Aristóteles, «el deseo de ser amigo puede ser rápido, pero la
amistad no lo es. La amistad sólo se completa cuando media el concurso del
tiempo».
No es fácil llegar a la verdadera amistad, que el tiempo consolida y
purifica. De ahí que encontrar un amigo —dice la Escritura— es encontrar un
tesoro; y es claro que un tesoro no se encuentra todos los días.
En el evangelio de este
domingo, Jesús revela su propio concepto de amistad cuando dice a los
apóstoles: «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos,
porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos,
porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,13-15).
Jesús parte de una afirmación
común entre los filósofos griegos, que situaban la esencia de la amistad en la
capacidad de dar la vida por los amigos. Platón, por ejemplo, dice en el Banquete:
«A morir por otro están decididos únicamente los amantes».
Jesús da un paso más y dice
la causa por la que llama amigos a los suyos: les ha dado a conocer lo que ha
oído del Padre. Los amigos se cuentan cosas, experiencias vividas, pensamientos
íntimos. Jesús revela su relación con el Padre, aquello que le constituye como
Hijo, su misma identidad. Es el más alto grado de confianza: revelar su ser. No
hay secretos entre él y los suyos. Aquí radica el fundamento de la amistad con
él, que, a diferencia de la que existe entre los hombres, supone una gran
desproporción.
La amistad con Cristo no se
da entre iguales. Basta reflexionar lo que él aporta para reconocer la
distancia enorme que nos separa. Y aun así nos llama amigos, como hizo con
Judas cuando le dio el beso de la traición. Infinita desproporción. Pura y
absoluta benevolencia.
Otro rasgo nuevo de la amistad
tal como la entiende Cristo es que él lleva la iniciativa. Lo dice claramente:
«No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os
destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).
También aquí establece una diferencia con lo que ocurre entre los hombres. Los
amigos se eligen mutuamente.
En la fe cristiana, Dios
siempre nos precede en el amor. Nos precede al crearnos, y nos precede al
elegirnos como amigos de Cristo. Esta precedencia, absolutamente gratuita, nos
recuerda que su amor siempre es un don inmerecido. Más aún si tenemos en cuenta
nuestra condición de pecadores. Por eso dice san Pablo que la prueba de que
Dios nos ama es que, cuando nosotros éramos pecadores, nos entregó a su propio
Hijo. Y añade: Por un justo puede haber alguien que muera, pero ¿por un
pecador?
Como somos animales de
costumbres, podemos acostumbrarnos a todo. También al amor y a la amistad que
es la experiencia más humana (y divina) de cuanto existe. El tiempo, que
consolida la amistad, es también su más sutil enemigo, porque puede robarnos el
asombro de lo inefable: Que Cristo me llame amigo porque me ha dado a conocer
todo lo que sabe de Dios. La vida cristiana consiste en saber cuidar esta
amistad con Jesús que me da la vida eterna y que, como dice un teólogo
contemporáneo, es «como un faro en el horizonte oscuro de nuestra época».
+ César Franco
Obispo de Segovia