Aunque la cuestión parezca
brutal, incluso impropia, es inevitable constatar que muchos se la plantean, a
veces ayudados por la actualidad
Cuando
la Iglesia celebra un sacramento, considera, a través de la autoridad que ha
recibido de Cristo, que la gracia de Dios se da en una forma de objetividad
(luego, por supuesto, todavía tenemos que aceptar y hacer que esta gracia dé
fruto). Sin embargo, si se plantea la cuestión de nuestra infidelidad a esta
gracia recibida, podemos cuestionar también la retirada “objetiva” de la gracia
por esta misma autoridad de la Iglesia: ¿es esto posible? En otras palabras, la
Iglesia da gracia a través de los sacramentos, pero ¿puede retirarlos, y en qué
circunstancias?
Tomemos
dos ejemplos sintomáticos de estas preguntas (aunque valdría la pena detenerse
también en el bautismo): el matrimonio y el sacramento del orden.
El matrimonio en cuestión
El
sacramento del matrimonio es sin duda el más sintomático de estos
cuestionamientos, sobre todo en los últimos tiempos, en los que se puede
considerar que la vocación conyugal y familiar está particularmente en crisis:
aunque la familia sigue siendo la unidad básica de la sociedad, es imposible no
observar que atraviesa una profunda crisis cultural. No obstante, una de las
propiedades de este sacramento del matrimonio es que esta alianza sellada entre
un hombre y una mujer es un vínculo que no puede ser disuelto por ellos y que
permanece hasta que la muerte los separe. Todo matrimonio implica esta
perennidad y su indisolubilidad significa que el matrimonio no puede ser
disuelto por la única voluntad de los cónyuges que decidirían juntos romper el
vínculo conyugal. El vínculo del sacramento del matrimonio ya no les pertenece,
podría decirse: pertenece solo a Dios.
Aunque
la fidelidad es un atributo de los mismos cónyuges (cada cónyuge es fiel), la
indisolubilidad es un atributo del vínculo que les une: el matrimonio es
indisoluble y ya no depende de la voluntad de los cónyuges. En otras palabras,
incluso aunque uno de los esposos sea infiel (o ambos), el vínculo que les une
permanece sellado en el sacramento: a los ojos de Dios, nunca debería ser roto
por los esposos. Decir que la indisolubilidad es un atributo del vínculo
significa que, aunque la comunidad de vida y de amor de la pareja desapareciera
a través de la separación civil o del divorcio, el vínculo sacramental
permanecería, porque viene de Dios y porque fue sellado en él.
Sin
embargo, la cuestión de la nulidad del matrimonio a menudo sigue siendo
malentendida, o a menudo se presenta de manera demasiado caricaturesca, como si
se tratara de un divorcio católico. Por ejemplo, es común escuchar el término
“anulación del matrimonio”, como si el sacramento recibido pudiera ser anulado,
lo cual aumenta la confusión. Pero digámoslo claramente: en la Iglesia no hay “anulación”,
sino “reconocimiento de la invalidez o nulidad del matrimonio”. Sí, la Iglesia
toma en serio a los hombres y a las mujeres en su capacidad de comprometerse:
¿fueron capaces de hacer algo lo suficientemente maduro y libre para que su
“sí” mutuo no solo fuera sincero, sino verdadero?
Cuando
los jueces eclesiásticos, en los provisoratos (tribunales eclesiásticos), se
plantean esta pregunta, lo hacen con la preocupación de acompañar a las
personas en la búsqueda de la verdad, para sacar a la luz aquello que han
vivido. No se “cancela” un sacramento a posteriori; sino que, de
hecho, se reconoce que nunca existió, lo cual es totalmente diferente.
Este “procedimiento”, por lo tanto, tiene por objeto declarar si un matrimonio
pudo o no haberse celebrado. Y la Iglesia declara si un matrimonio es válido,
no primero a los ojos de los hombres, sino a los ojos de Dios. ¿Este acto
sacramental fue verdadero y se realizó debidamente; fue válido este matrimonio?
¿Quién
puede cuestionar esta capacidad de compromiso, releer la historia de una pareja
y tratar de discernir con ello lo que es sincero y lo que es verdadero, si no
la autoridad de la Iglesia, a través de la autoridad que le ha conferido
Cristo? Sin embargo, la Iglesia no solo tiene la autoridad para reconocer la
invalidez de un matrimonio. También puede permitir que los cónyuges dejen de
vivir juntos cuando esta vida en común, por razones graves, se vuelve
imposible: esto se llama “separación conyugal”, en la que permanece el vínculo
conyugal y los cónyuges quedan vinculados por la obligación de fidelidad al
cónyuge separado. ¿Quizás esta es una manera de considerar que estamos
liberados de este sacramento? No del todo, ya que la obligación de la fidelidad
permanece.
¿Y el sacerdocio?
En
cuanto al sacerdocio (o incluso la vida consagrada, con la que habría analogías
que hacer), la cuestión no se plantea de la misma manera y esto, sin duda,
suscita aún más preguntas: ¿qué hace la Iglesia cuando “levanta” el sacramento
del orden? De la misma manera que el sacramento del matrimonio, cuando el
sacramento del orden es dado, queda dado. Aunque puede haber también un
procedimiento para el reconocimiento de la invalidez de la ordenación, la
pregunta es menos frecuente y más compleja; no me detendré en este punto.
La
llamada de Dios precede a la consagración y la ordenación. Pero esta llamada
pasa por la mediación de la Iglesia, institucionalizada, entre otros, en la
persona del obispo que ordena. Por lo tanto, ser ordenado (e incluso
consagrado/a en un instituto) no es simplemente comprometerse uno mismo con tal
o cual cosa, sino que ser ordenado, como bien lo ha explicado el padre jesuita
Albert Chapelle, es también confiar la fidelidad y el compromiso a esta
mediación, como en el matrimonio: mi compromiso ya no me pertenece, sino que se
pone en manos de la Iglesia y de su autoridad. Así, “se otorga a los superiores,
en cuyas manos (se compromete), el cuidado y la preocupación de determinar su
fidelidad y de inscribir en ella la necesaria misericordia de Dios”. Dicho de
otra forma, el sacramento del orden, como la vida consagrada, es siempre
perpetuo, porque quien se compromete “ha renunciado para siempre a su (propio)
discernimiento personal más íntimo”.
En
el sacramento del orden, por tanto, la cuestión no es tanto saber si se puede
retirar este sacramento –no porque es dado de una vez por todas–, sino quién lo
retira y de qué manera: ¿de qué obligaciones del sacramento puede relevarse al
ordenado? Y no del sacramento en sí… Y sobre este punto, es obvio: nadie
puede relevarse a sí mismo de un sacramento. De manera análoga, podríamos
decir, es precisamente por esta razón que los esposos se dirigen también a la
autoridad de la Iglesia, que les autoriza a dejar de perseguir la vida común
–una de las obligaciones del sacramento– pero no a ser liberados del
sacramento mismo, como hemos explicado antes.
Sin
embargo, aún queda una pregunta: ¿dónde permanece la fidelidad en este caso? La
primera de las fidelidades no es la del hombre, sino la de Dios mismo, que se
comprometió por su gracia. Al plantear un acto de misericordia que es una
obligación ligada a un sacramento, la Iglesia no comete un acto de infidelidad;
no está “anulando” este sacramento en el sentido de borrar el compromiso hecho
previamente. Al contrario, plantea otro acto de fidelidad, como un incremento
de fidelidad: ¡el de la misericordia de Dios! Relevar de ciertas obligaciones
de un sacramento puede, en algunos casos, resultar “una necesidad y, en última
instancia, un bien, siempre que este bien se perciba como un acto de bondad y
misericordia”.
Ciertamente,
esto puede parecer paradójico a primera vista, pero hay que decir que la
primera de las fidelidades es, de hecho, esta entrega de uno mismo a la
autoridad de la Iglesia y la renuncia al propio juicio, puesto que su libertad
se ha puesto, para siempre, en manos de la Iglesia que ha recibido el compromiso
(nótese que lo mismo puede decirse del matrimonio…). Por eso, la cuestión de la
“recepción” por parte de la autoridad de un compromiso será siempre una
cuestión esencial, porque esta recepción preserva de lo arbitrario, del juicio
personal, con vistas a una mayor objetividad: ya sea en su compromiso o en la
necesaria petición de misericordia en caso de dificultades importantes.
Soy
consciente de que la analogía con el matrimonio tiene sus límites: en efecto,
un sacerdote liberado del celibato ligado al sacramento del orden puede recibir
permiso para casarse, mientras que los cónyuges relevados de la obligación de
vivir juntos no pueden atarse a otra persona. Pero esto se debe a la diferencia
de naturaleza entre estas dos obligaciones: en el matrimonio, la vida conyugal
con otra persona es por esencia contraria a las obligaciones del matrimonio;
mientras que el matrimonio no es antinómico al sacramento del orden, aunque en
su praxis la Iglesia latina no lo permita. Así que un sacerdote que abandona
las órdenes, como quien dice, ¡no las deja! Está “solamente” liberado de las
obligaciones de su ministerio –de las que el celibato puede formar parte– al
tiempo que se le prohíbe realizar los actos relativos al ministerio sacerdotal.
Un acto de la misericordia
de Dios por la misericordia de la Iglesia
Dispensar
de ciertas obligaciones de un sacramento está, por tanto, arraigado en la
autoridad de la Iglesia, capaz de traducir la misericordia de Dios en
un acto de autoridad como lo es la “dispensa” de ciertas obligaciones; y es
análogamente a su poder sacramental que confiere gracia o concede perdón. En
todo compromiso, en cada sacramento, es en la fidelidad de la Iglesia al Señor
donde uno se compromete y extrae su propia fidelidad: si bien es ante todo la
voluntad personal la que se compromete, se pide también a la Iglesia que se
comprometa.
Me
gusta especialmente esta conclusión del padre Chapelle: gracias a su autoridad,
la Iglesia puede abrir otro camino de fidelidad. “Por tanto, es cierto creer y
decir que cuando la Iglesia releva a alguien de (su compromiso), hace un acto
de gracia que ofrece a quien es exonerado una nueva fidelidad: 1) a condición
de percibir que este gesto es un acto de misericordia y, por tanto, de humilde
perdón, concedido tanto como recibido; 2) a condición también de penetrar más
profundamente en el Corazón de Cristo, fuente de toda fidelidad misericordiosa;
es decir, es conveniente medir el precio del Cuerpo entregado y de la Sangre
derramada”.
Y
ahí, sin duda, todavía queda camino por recorrer, pues la humildad del que
quiere ser dispensado, así como la medida de la vida de Cristo entregada por el
pecador, son, para cada uno de nosotros, como la piedra angular para comprender
esta misericordia de la Iglesia.
Tomo
prestada esta cuestión del padre Albert CHAPELLE, que tituló su artículo: “Que
fait l’Église quand elle délie les vœux ?”, en Vie Consacrée, n°45,
1973, pp. 349-350, y me inspiro aquí en su artículo para hacer la analogía de
su razonamiento para el sacramento del orden.
- CHAPELLE (Albert), “Que
fait l’Église…”, art. cit., p.349.
- Ibidem.
- Ibidem.
- CHAPELLE (Albert), “Que
fait l’Église …” , art. cit., p.350.
csoberon
Fuente:
Aleteia