Dejemos de asociar la santidad al espíritu y el
pecado a la carne, "este mundo es un lugar sagrado y no lo sabíamos"
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© Fabrice CATERINI-INEDIZ I CIRIC |
Espíritu y carne se unen en Jesús. Mi
cuerpo en su cuerpo. Resucitaré con mi cuerpo mortal que será ya glorioso.
Venceré la muerte que llevo dibujada en la tierra. Volveré a la vida eterna con
mis heridas grabadas, con el eco de mi historia personal.
En la película Pablo
de Tarso se muestra cuando Pablo llega al cielo y se encuentra
con aquellos a los que él en un momento de su vida persiguió y mató. Cuando
todavía no había conocido a Jesús. Esa imagen es conmovedora.
Durante su vida terrena esa
herida de su vida pasada le dolería en lo más hondo. ¿A cuántas personas mandó
matar? Esos rostros, esa sangre derramada, le perseguirían durante muchas
noches de insomnio.
Pero al llegar al cielo, se
acercan hasta él y lo abrazan. Lo perdonan. Así será el cielo.
En ocasiones sufro
tanto por mis errores pasados. Vuelvo a ellos en noches de
insomnio. Tal vez pienso que son los otros los que no me perdonan. Pero no es
verdad. Soy yo el que no me perdono.
A veces pienso que ser fiel es
hacerlo todo bien. Decir la palabra oportuna. Guardar el silencio correcto.
Tener el gesto adecuado. Mostrar la sonrisa que consuela. Dar el abrazo que
calma las ansias.
Y luego yo mismo en mi
torpeza hiero y hago daño. Y mato creyendo incluso que es lo que Dios me pide,
como Pablo de Tarso.
Me equivoco y guardo en el
corazón las heridas de mis actos desafortunados. En la vida eterna me espera un amor que me
ama para siempre. Un amor que me perdona. Y me dice que no
pasa nada.
Y veré entonces los rostros que
he despreciado. Que he perseguido. Que he herido. Estarán esperándome para
darme un abrazo. Mis heridas llenas de luz. Mis errores llenos de amor.
Es verdad, no
consiste en hacerlo todo bien. Sino en sentir que tengo que pedir perdón una y
otra vez. Y arrodillarme suplicando misericordia. Me gusta
implorar misericordia. Así podré ser yo misericordia para otros.
Jesús come con sus discípulos.
Come, tiene hambre, es humano. Jesús está totalmente presente. En su espíritu y
en su carne. Está presente en medio de los suyos. Está ahí a su lado en ese
momento presente.
En
ocasiones creo que la plenitud de mi vida espiritual llegará cuando consiga
prescindir de mi cuerpo y matar todo sentimiento humano. Así, en actitud contemplativa, no sentir,
no pensar, no sufrir.
Pero Jesús come. Tiene hambre. Ha
resucitado y tiene cuerpo.
En ocasiones pienso
que prescindir de mi cuerpo y mis necesidades es el camino para estar más cerca
de Dios. Separo. Divido. Rompo. Quiero alejar de mí lo más
humano.
Jesús asumió mi carne. Se hizo
carne. No fue un fantasma. No era sólo espíritu. Eso me conmueve. Necesita
comer. Se deja tocar y toca. Abraza. Ha devuelto a mi carne una dignidad
perdida.
No
sé por qué asocio inconscientemente la santidad al espíritu y el pecado a la
carne. Como dos
polos opuestos entre los que se debate mi lucha por hacer el querer de Dios.
Polos irreconciliables. Me equivoco.
“La
separación entre naturaleza y gracia, cuerpo y espíritu, razón y sentimientos,
es siempre una forma de abjurar de la encarnación”[1].
No puedo dejar mi carne atrás. Dios
me salva desde mi humanidad, desde mi vida, aunque a veces me
pese y piense que en espíritu seré más liviano, más etéreo.
Busco negar mis pasiones,
ocultar mis instintos, tapar mis pulsiones. Como queriendo renunciar al cuerpo
como esa cárcel que me impide ser santo.
Y Jesús viene a pedirme de
comer. Viene a decirme que nada de lo humano le es ajeno. Que me ama
íntegramente y me llama a ser feliz desde mi carne mortal que
sueña con ser eterna.
Decía san Cirilo: “Pues
así como el hierro unido al fuego produce los efectos del
fuego, así la carne, una vez unida al Verbo que da vida a todaslas cosas, se
hace también vivificadora y expulsiva de la muerte”.
El fuego del Espíritu está
llamado a vivificar mi carne. Dios quiere abrazarme y llevarme a vivir a su
lado. Pero con los pies en la tierra y el corazón anclado en lo más hondo de
Dios.
Teilhard de Chardin procuró
reconciliar la fe en el cielo y el amor apasionado a la tierra: “El
mundo, este mundo palpable al que tratamos con la indiferencia y falta de
respeto con las que trataríamos a un lugar profano, este
mundo es un lugar sagrado, y no lo sabíamos”[2].
No quiero vivir desencarnado.
Huyendo de mi tierra. Temiendo al mundo y a mi carne. Jesús me quiere en mi
contingencia humana. En mi fragilidad. En mi necesidad. En mis límites y
pasiones. En mis caídas y actos sublimes.
Viene a mí. No para salvarme sin
cuerpo. Sino para abrazarme en mi carne y en mi fragilidad humana.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia