Porque si Jesús fuera sólo un hombre, no podría ofrecer la salvación del pecado y de la muerte; y si fuera sólo Dios, no habría nacido de María Virgen en carne humana
No es fácil comprender el
misterio que acontece en Jesús de Nazaret. Prueba de ello son las herejías que
se sucedieron en los primeros siglos de la Iglesia hasta que se formuló el
credo que profesamos en la liturgia.
Comprender que Dios se ha
hecho hombre sin disminuir a Dios y al hombre es tarea ardua que sitúa a la
razón al límite de su posibilidad. Los herejes no han buscado serlo. Han
querido entender y explicar el misterio, hacerlo razonable. Han deseado
mantener la fe, pero, al razonarla y explicarla, han perdido el equilibrio. Han
negado a Dios o han negado al hombre.
Y la fe confiesa que Jesús
es al mismo tiempo Dios y hombre, sin que ambas naturalezas —la divina y la humana—
se confundan entre sí o se separen. Ese es el equilibrio necesario para poder
atravesar el abismo del misterio sin caer hacia un lado u otro, como hace el funámbulo
cuando camina sobre la cuerda floja o el alambre sujetando con las manos la
barra que le da seguridad y equilibrio. Valga el ejemplo: la norma de la fe es
la barra que ayuda al equilibrio.
Herejes ha habido siempre y
los habrá. Más aún: en muchos creyentes está latente un hereje. Me explico.
Cuando hablan de Jesús, muchos subrayan tanto su humanidad, que lo divino y
sobrenatural desaparece. Lo presentan como si sólo fuera hombre. Les cuesta
entender que en un ser humano pueda habitar la plenitud de lo divino, como dice
san Pablo. Les fascina Jesús, pero lo reducen a simple hombre. Así lo afirmaba
Arrio, y el arrianismo ha reverdecido en momentos diversos de la historia.
También hoy.
Otros hablan de Jesús como
Dios y resaltan tanto su condición divina que lo humano queda eclipsado, reducido
a mera apariencia. La encarnación sería un «fraude» de Dios que nos ha hecho
creer que su Hijo se hizo hombre, pero no fue así. Los herejes, llamados
docetas, afirmaban en los primeros siglos que el cuerpo de Jesús no era real,
sino aparente e ilusivo. Hay creyentes que consideran como un demérito de la
divinidad haber asumido lo humano, como realmente hizo el Hijo de Dios, a
excepción del pecado.
Se explica así que la
afirmación de que «Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia
ante Dios y los hombres» (Lc 2,52), les resulta incomprensible. Pase lo de la
edad y lo de la estatura, pero ¿crecer en gracia? ¿Puede Dios crecer en gracia?
Olvidan, de hecho, que Jesús era también hombre.
Cuando se estudia la
cristología —el tratado sobre Cristo— apasionan las discusiones entre los
teólogos por la finura de los razonamientos para mantener lo que los evangelios
afirman con toda claridad: el Hijo de Dios se ha hecho hombre. Esta afirmación
es un dogma de fe, ciertamente; es preciso creer. Pero la razón, abierta
siempre al misterio, puede explicar el dogma sin perder ninguno de los dos
polos: el divino y el humano. Porque si Jesús fuera sólo un hombre, no podría
ofrecer la salvación del pecado y de la muerte; y si fuera sólo Dios, no habría
nacido de María Virgen en carne humana.
Lo humano no habría sido
asumido, como afirman los grandes maestros de la fe, para ser salvado. Estamos
hablando de un misterio que no puede ser agotado por la razón, cuando ésta se
niega a reconocer que Dios es siempre inefable, trascendente y su poder supera
todo razonamiento. A veces hay que acudir a los poetas para entender algo de lo
que dicen los teólogos. Sirvan estos versos de Chesterton: «De regalo ha caído en la tierra un Dios demasiado grande para el cielo/
Ha saltado sobre todas las cosas, y ha roto los límites de la eternidad:/ igual
que un ladrón o un enamorado ha entrado en el tiempo y en la tierra mortal,
pues el vino del mundo se desborda/ derramando su esplendor en la arena».
+ César Franco
Obispo de Segovia
