Cuando unos y otros, afirman no haber sabido que en los pobres miserables estaba presente el rey que los juzga, éste no explica la razón de su identificación con ellos, sino simplemente constata el hecho: «conmigo lo hicisteis»
La solemnidad
de Cristo rey es un broche de oro para el año litúrgico que termina este
domingo último de noviembre. Cristo dice que vendrá en su gloria y todos
sus ángeles con él, se sentará en el trono y serán reunidas ante él todas
las naciones.
No cabe
escenario más sobrecogedor y tremendo que presentarse ante el rey
del universo en el momento de emitir su juicio definitivo sobre las
naciones y la historia particular de cada hombre que recibirá premio
o castigo según sus obras.
Las composiciones
musicales del «dies irae, dies illa» intentan aproximarse al momento
dramático del fin de la historia, pero se nos antojan pálidos reflejos
de la magnitud y trascendencia de ese día. Sobrecoge el juicio final
de Miguel Ángel, pintado en la Sixtina. Es una pintura magnífica;
¿qué será la realidad?, nos preguntamos.
El juicio
que describe san Mateo es sorprendente: Cristo separará a los benditos
y malditos, como hace un pastor con las ovejas y las cabras.
A los benditos
les dará en herencia el Reino preparado desde la creación del mundo; a
los malditos les enviará al fuego eterno preparado para el diablo y
sus ángeles. ¿Cuál será el criterio? Aquí está la paradoja: el Rey afirma
que lo que han hecho o han dejado de hacer con los más pobres y desfavorecidos
de la tierra —hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos, presos— se
lo han hecho a él mismo, y los juzga por su compasión o su indiferencia.
Pero
sorprende que, cuando unos y otros, afirman no haber sabido que en los
pobres miserables estaba presente el rey que los juzga, éste no explica
la razón de su identificación con ellos, sino simplemente constata el
hecho: «conmigo lo hicisteis», dice a los benditos; «tampoco lo
hicisteis conmigo», replica a los malditos. El juicio se sustenta en
el hecho mismo del amor o del desamor, de la compasión o de la indiferencia
ante el sufrimiento ajeno. El amor basta.
En este
evangelio Jesús da una clave del juicio que podríamos llamar la universalización
del amor, basada en el hecho de que en cualquier pobre, hambriento o sediento,
desnudo, enfermo o encarcelado se oculta él mismo. Su pobreza es la
de Cristo y la caridad o indiferencia también se dirige al mismo
Cristo. El juicio no depende, por tanto, de haber reconocido o no a
Cristo en el desvalido, sino en el hecho mismo de haber practicado la
caridad porque en todo hombre que sufre está el rey que nos juzgará. No
hay, por tanto, escapatoria. Se ama o no se ama; se tiene compasión o
se pasa de largo.
El Hijo
de Dios ha asumido nuestra carne y con ella toda dolencia, necesidad y
desvalimiento. En realidad, el juicio final pone término a la historia
de los hombres porque Cristo viene a establecer, o mejor restablecer,
el orden del amor perdido por el pecado.
Cuando
miramos este mundo y nos escandalizan sus enormes pobrezas, ¿no estamos
secretamente pidiendo que haya justicia, orden del amor? ¿No anhelamos
un juicio justo para tanta desgracia y necesidad? Pero, si es así, ¿por
qué nos cuesta tanto socorrer al prójimo que tenemos al lado? ¿O socorremos
sólo a quienes —según nuestro modo de mirar— nos recuerdan a Cristo y a
otros no? El amor basta por sí mismo, se sustenta y se justifica
por sí mismo. El secreto último del juicio final es que, reconociendo
o no a Cristo en quien sufre, Cristo está en él, y a él se dirigen nuestras
acciones por esa compasiva identificación que él se ha dignado vivir
con todos los hombres y con cada hombre.
¡Qué fácil
sería practicar la caridad si Cristo se nos mostrara físicamente
ante nosotros! Entonces no tendríamos excusa ni mérito. Eso es lo que
pretende enseñarnos: aprender a verlo en todos los que sufren para no
hacer excepciones al amor.
+ César
Franco
Obispo
de Segovia
Fuente:
Diócesis de Segovia