En Calcuta, entre las monjas que
asisten a los últimos, su recuerdo está vivo. Ayudar a quien sufre es una cura
a la lepra del Occidente: la soledad
El voluntario llega a un callejón donde se
lee «Mother House». En la pared de enfrente hay un grafiti de una hoz y un
martillo. Una monja con su sari blanco bordado con rayas bancas llena de polvo
color mostaza la piel irritada de un perro cojo.
Al entrar, el voluntario es
recibido con la sonrisa dulce de otras monjas. En el primer patiecito, una
estatua gris de la Santa extiende una mano con la palma hacia abajo para que los
peregrinos se inclinen y reciban la bendición de la escultura.
Pasando a otro patio más amplio, que se
abre sobre cuatro plantas de habitaciones y oficinas, a la izquierda hay una
escalera que lleva a la celda de la Madre Teresa (camita, banca, escritorio) y
por la derecha se llega a su tumba.
Allí todo es un bullicio de saris bancos y
fieles que cantan y rezan uniéndose a la misa que celebra un joven sacerdote.
Los fieles pasan siguiendo las manecillas del reloj, hacen peticiones y apoyan
las frentes sobre la piedra. En el centro de la plancha de mármol gris destaca
un corazón de pétalos de rosas rojas. Una mujer recoge uno y se lo come, como
si fuera una hostia consagrada. A través del contacto con la estatua y del
sabor dulce del pétalo se busca un contacto sensorial con Santa Teresa, cuyo
nombre original en albanés significa precisamente Rosita.
La acogida
El voluntario pregunta si puede visitar
uno de los centros en los que viven los moribundos, los leprosos, los anearemos
y los afligidos. La que recibe a los visitantes que quieren saber algo más es
sor Blessiella, el cliché de la monja severa: «¡Pero hay demasiado poco tiempo!
¿Mañana? Tenía que mandar una petición por escrito. Se ve que usted no entiende
para nada lo que hacemos aquí. Como sea, está bien. Preséntese mañana a la misa
de 6 y ya veremos». Perdone, dice el voluntario, pensando en una frase famosa
de la Santa: «El sufrimiento es un don de Dios».
Llega el alba. Las calles están desiertas.
En el primer piso 100 monjas y 60 voluntarios rezan de rodillas. Las novicias
admiran extasiadas a un sacerdote español con barba y advierten, dentro de él, a
un Cristo en la cruz que se le parece mucho. La Madre Superiora tiene más de 70
años, pero resiste de rodillas, pálida e impasible, al lado de una monja que
toca un organito, transportada por un canto angelical a dos voces que desafía
los claxons, camiones, ladridos que llegan desde las ventanas abiertas.
La oración
Una comitiva de 45 fieles madrileños lista
para el último de 18 días de voluntariado. Mujeres con trenza, camisetas y
pantalones estampados tipo «vengo de hacer una hora de yoga». Hombres con
pantaloncillos cortos y coleta. Después de una hora de Ave María, Mea Culpa,
Aleluya y Padre Nuestro, una monja se adormila sobre la banca con el breviario
entre las manos.
Hace calor. Es Calcuta. Es verano. El
voluntario casi se arrepiente. Recuerda el aire acondicionado. Pero es
demasiado tarde. Desayuno de pan, plátanos y te con leche, y después una
caminata de 40 minutos de sudores atravesando el «slum», esquivando jeeps de la
policía, trenes, caca de vaca, hombres que se enjabonan en las duchas
colectivas, niños que se burlan de los extranjeros, establos, montañas de
basura, multitudes que bajan del tren mientras una mujer canta con melancolía
al final del andén.
Parece una coreografía ensayada a la
perfección. Pero el voluntario sabe que necesita tener paciencia. La ciudad de
la alegría le llegará a dar alguna. Y finalmente se llega a las rejas azules de
Prem Dan, casa para moribundos y afligidos, como advirtió la monja durante el
registro. Mutilados con la gasa manchada de yodo, enfermos y discapacitados
sentados bajo un techo huyendo del calor. Los más graves están en una
habitación enorme. Un hombre con una malformación en el estómago tan grande
como un recién nacido, con los brazos y las piernas esqueléticos, yace en una
camilla. Otro, también un montón de huesos, no quiere volver a levantarse. Una
ambulancia se lleva a un muerto.
Hay que subir a la terraza. El voluntario
se pone una bata y durante dos horas, pañuelo en la cabeza a la pirata, se pone
a exprimir paños, pantalones, camisetas, camisas, telas, sábanas y las cuelga
bajo un sol inclemente. Tres chicos españoles en vena mística. «El hombre, para
mí, es fundamentalmente bueno, después es desviado», dice Francisco, “papaboy”
catalán con una pulsera que dice: «Di no a la droga» (y, explica, a la
pornografía). Lucas, el andaluz, es escéptico: «No creo en un ser superior.
Creo que hay seres iluminados como la Madre Teresa o Vincent Ferrer, que han
cambiado algunas cosas en el mundo. Pero no creo en el Dios Cristiano o en el
paraíso. Pero si hay un infierno debe ser, seguramente, ¡una sala VIP para
catalanes!», dice dándole una palmada a Francisco.
El trabajo
Aquí ya se comienza a percibir el
principio de esa euforia y energía que va aumentando, a pesar de estar rodeada
de sufrimiento y muerte. O tal vez precisamente por ello. Entre más
desagradables y humildes son las tareas, más fuerte es la carga que llevarlas a
cabo parece infundir al voluntario. Y el sentimiento de union, de una cura para
eso que la Madre Teresa llamaba la lepra del Occidente: la soledad.
Así, Alfonso, un vasco corpulento y
platicador, va ofreciendo a los afligidos cortarles las uñas de los pies y de
las manos. Andreas, el argentino hippie, parece feliz de vaciar contenedores de
orina, después de haber rebordeando las camas de la mitad de los enfermos que
se someten a la diálisis, unos sin un ojo, otros con articulaciones deformes,
pero todos con sonrisas luminosas.
Llega la hora de lavar platos y vasos.
Rocío, María y Cristina, tres hermanas de Madrid, dicen que en el sector
femenino se hacen más o menos las mismas cosas. «Pero, además de cortar las
uñas, también les ponemos esmalte», se ríe María. Pilar vuelve mañana a Madrid
a su trabajo de secretaria de un notario. «Es una experiencia que te cambia —admite—;
los primeros tres días: shock total. Pensé que no iba a poder. Calor, ruido,
peste, perros, cuervos, suciedad, comida. Trauma. Después me he acostumbrado.
Ahora vuelvo feliz de volver. No como después de las vacaciones en el mar,
cuando el final de las vacaciones es una tristeza…».
¿Volun-turismo? Sí, un poco. Se tiene la
sensación de que algunos hacen las dos o tres semanas no por vocación, sino por
la experiencia y para poder decir que lo han hecho.
Volun-turismo
Andy es un estudiante alemán, alto, flaco,
con sonrisa simpática: «Próxima etapa: Varanasi y Mumbai. Vine para hacer una
experiencia. No soy muy religioso Claro, de mis impuestos doy a la Iglesia,
pero vine para entender. Ver a la gente que duerme sin techo, o aquí entre los
afligidos, es tremendo. Pero no le sirve a nadie que te emociones de tu
empatía. Aquí se hace algo concreto. Y me servirá cuando piense que las cosas
no van bien, en Alemania, y cuando me enoje porque no hay wi-fi o porque no
encuentro un Starbucks. Entonces me acordaré que le quité la barba a un enfermo
que temblaba en Calcuta».
Keith, ex legionario neozelandés, sobre
todo se ocupa de llevar charolas de té caliente a los afligidos. mientras
Lucas, enjuagando vasos de aluminio, admite: «¡Después de tres semanas, qué
aburrido! ¡Siempre lo mismo!». El argentino grita contra un grupo de
voluntarios que sacan sus teléfonos: «¿Les parece un lugar para tomarse un
selfie?».
Se acerca sor Sabina. En 1961, a los 18
años, hizo los votos en Kerala. Fue la Madre Teresa en persona a recogerla a
ella y a su hermana a la estación. «Llevaba en la mano nuestra carta, nos dijo
que fuéramos con ella. La seguimos. Fue un viaje cansado, nunca habíamos estado
en un tren. Después cambió nuestras vidas. Mi hermana fue a Siberia. Ahora está
en México. Tiene 80 años. He estado por toda la India con las hermanas
misioneras. De vez en cuando voy a Kerala a ver a mi familia, pero mi familia
es esta. ¿Cómo era la Madre? La madre es la madre. Es todo. Era la mamá que me
ponía las medicinas en la boca cuando tenía fiebre. Esa era la madre. Toda
corazón. Toda amor».
Se sigue así hasta el atardecer. Lepra, enfermos
terminales. Dolor, pero ánimo. Por la tarde se vuelve a la Casa Madre. «Lo que
se vive externamente aquí —concluye Pilar, católica practicante— es lo que
siento dentro durante la oración». El día es largo, pero al final, a pesar de
no ser creyente, el voluntario se da cuenta con sorpresa de que no se siente
cansado, sino que tiene más energía que por la mañana a las 6. Ese voluntario
soy yo.
CARLO PIZZATI
CALCUTA
Fuente: Vatican Insider