Un lugar santo en el que
veo la verdad de mi vida. Me veo tal y como soy. Allí descanso con los míos.
Allí me siento en casa
Jesús
sube a lo alto del monte y se transfigura delante de los suyos: «Se transfiguró delante de ellos, y su rostro
resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz».
Pienso en lo que sentirían esos tres amigos ese
día en el Tabor. Me lo imagino. Emoción, alegría por saberse amados, elegidos.
Podían estar a solas con Jesús.
Jesús
camina entre los hombres y de vez en cuando necesita, como yo, alejarse un poco
para estar con su Padre. Para ver desde arriba su vida. Para descansar en su
corazón y sentirse Hijo. Para tomar fuerzas para seguir dando la vida.
El
Tabor es un monte cerca de Nazaret. Forma parte de su paisaje conocido. Se
levanta sobre la llanura. Se ve desde muchos lados. Y desde arriba se puede ver
todo. Seguramente, Jesús iba allí de vez en cuando. Jesús no sube solo. Quería
compartir ese momento de descanso con los tres más cercanos. El paisaje desde
arriba es muy verde. Da paz ver ese monte verde rodeado de árboles.
Comprendo
que Jesús subiese allí con frecuencia. Es un lugar lleno de belleza. Cuando
subo a veces no veo nada. Es arriba cuando el paisaje se abre y entonces puedo
hablar con Dios con ese horizonte más ancho. En la cumbre es donde puedo ver
algo de mi vida, un poco más de lo que veo en el llano, donde sólo veo el paso
que tengo delante.
Eso
es para mí el monte. Y creo que eso es la vida. Subir al monte. Bajar del
monte. A veces el paisaje es ancho, desde la cima veo el camino recorrido y veo
cómo he vivido hasta ahora. Allí el cielo es más ancho, más azul. Allí descanso
y cojo fuerzas. Eso es el Tabor.
Cuando
voy por el llano, cuando recorro el llano, puedo caer en la tentación de no
levantar los ojos. Puede ser porque está todo lleno de árboles. Puede ser
porque vivo el momento y la presencia de Dios en ese instante sin pensar más.
Creo
que en la vida necesito subir y bajar del Tabor muchas veces. Con los que
quiero. Con Jesús a quien tanto quiero. Quiero hacerlo con los ojos bien
abiertos. Para no perder un solo detalle. Quiero a aprender a estar, a
descansar en lo alto del monte, sin programas ni deberes que hacer.
Decía
el P. Kentenich: «Queríamos desterrar de nuestra vida tanto el ruido
externo como el interno. El ruido exterior: queríamos alejarnos de la calle,
alejarnos de las innecesarias ocupaciones con cosas externas. ¡Horas
tranquilas! ¡Silencio! No queremos que el ajetreo de la vida penetre ni en el
corazón ni en la fantasía. Horas tranquilas han de ser horas de soledad, horas
de comunión. Las horas silenciosas han de llegar a ser las horas más
importantes de nuestra vida»[1].
¡Cuánto
me cuesta encontrar ese monte en el que aprendo a vivir! Cuesta esfuerzo subir.
Pero una vez arriba veo que todo es mucho más sencillo. El Tabor es un lugar
santo en el que veo la verdad de mi vida. Me veo tal y como soy. Allí descanso
con los míos. Allí me siento en casa.
¿Quién
es mi Tabor en el camino de la vida? ¿Qué lugares son mi Tabor? Hay personas
que son como ese monte. Su presencia me ayuda a mirar mi vida con algo de
perspectiva. A su lado me siento bien y puedo darle importancia a lo que la
tiene y quitársela a las cosas pequeñas. Con ellas descanso.
Hay
lugares donde experimento esa misma paz. ¿Cuál es mi Tabor en la vida, ahora
mismo? Hay lugares a los que a lo mejor puedo ir cada día a cargar el corazón.
A llenarme de cielo. El Santuario puede ser ese mismo lugar. Sé que la
nostalgia del Tabor, cuando no puedo estar allí, es, en definitiva, una
nostalgia de cielo.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia