Se acerca
a mí y me toca y me dice que no tema... y en medio de mi dolor, o de mi rutina,
mi vida se llena de luz
Jesús muestra
su divinidad, pero con delicadeza y cercanía. No se aleja al mostrarse en su
divinidad. Eso me da paz. Así lo hizo cuando se encarnó y cuando se
transfiguró, por ejemplo. Se acerca al hombre y se queda, no se aleja de sus
amigos.
Me asusta
pensar que se va a ir y me va a dejar solo con mi vida. A veces junto al miedo
de la cruz tengo ese otro miedo, un miedo mayor. Es ese miedo que surge cuando
pienso que Jesús me puede dejar ahí solo. El miedo a sufrir yo solo el dolor
por la ausencia de aquellos a quienes amo. Sin poder entonces tocar a Jesús.
En el Tabor
Jesús me dice que no tema. Que no se va a ir nunca. No se hace etéreo al transfigurarse,
no se hace distante. Se acerca y se hace próximo. Los toca a ellos, me toca a
mí. Me encanta ese gesto tan suyo. Me dice que no tenga miedo: “Levantaos,
no temáis”.
Se queda con
ellos. Nunca les va a dejar. No desaparece como un fantasma. Sólo les muestra
su nombre de Hijo de Dios para que no pierdan nunca la esperanza. Y baja con
ellos del monte. No les deja bajar solos. Quiere seguir amando en ellos hasta
el final.
En la vida, le
pido a Jesús que nunca me deje solo. En mi Tabor le pido que esté
conmigo y me muestre quién es Él y quién soy yo. Que me haga ver dónde está Él
ahora y qué quiere de mí.
Y cuando bajo
al llano le pido que camine a mi lado y me sostenga. Le pido que me muestre
cuánto me ama en el claroscuro de mi vida, en mis dudas, en mis pocas certezas.
Esas certezas que tantas veces se tambalean y me hacen temblar. Le pido a Él
que no me olvide nunca de lo vivido en el Tabor.
Guardo los
momentos de intimidad con Jesús como tesoros que saco para mirarlos cuando no
entiendo nada. Creo que en la vida es bonito vivir a fondo cada
momento. El presente pasa rápido y pronto se escapa en mi memoria. Quiero vivir
aquí y ahora y exclamar como Pedro: “¡Qué bien se está aquí!”.
Cuando toque el
Tabor. En ese momento de luz quiero dejarme querer por Dios, recibir y abrir
los ojos para llenarme de su presencia. Y cuando me toque bajar al valle quiero
vivir con esperanza mi camino. Ese camino de luces y sombras. Quiero dejarme el
corazón amando como lo hacía Jesús, con nostalgia de cielo y esa alegría honda
de vivir con el hombre.
Lo sé con toda
mi alma, aunque no siempre lo sienta o lo vea: Jesús va conmigo en
la luz y en la oscuridad, en el Tabor y en Getsemaní. En las certezas y en mis
preguntas inquietas está Él. En cada momento de mi vida me llama a estar con Él
y me recuerda cuánto me quiere.
Me gusta pensar
que Jesús es Él mismo tanto en el valle como en el monte. Cuando cura enfermos
o cuando reza. No se desdobla. No son dos, es uno. No separa nada. No divide lo
humano y lo divino. En Él hay una unidad asombrosa. Es un amor único.
Es Dios cuando
está tumbado en Getsemaní, exhausto y suplicando misericordia. Es Él cuando
come con pecadores y abraza a los leprosos. Es el mismo hombre que se reviste
de blanco en el Monte Tabor y su rostro resplandece dejándonos ver el cielo. Es
el mismo hombre que agoniza en la cruz cubierto de sangre en medio de la
oscuridad de esa tarde.
Yo separo con
facilidad las cosas que Dios une. Divido mi vida. Lo humano y lo divino. Ahora
me lo paso bien en el mundo. Ahora rezo y cumplo con Dios, para que esté
contento. Ahora estoy con mis amigos, ahora me refugio en la oración para estar
mejor a solas con Él. No integro las cosas en mi alma y eso me acaba
enfermando.
También incluso
divido a Dios. El Dios de la Iglesia y el Dios ausente en mi vida, a quien no
toco. O ese Dios presente sólo en normas que tengo que cumplir.
Se me olvida
que Dios me sostiene en la palma de su mano siempre. Se acerca a mí y
me toca y me dice que no tema. Y en medio de mi dolor, o de mi rutina, mi vida
se llena de luz.
Mi vida diaria
es mi lugar de encuentro profundo con Dios. En lo cotidiano está mi Tabor.
Oculto en lo alto del monte. Allí toco el cielo. Y con el cielo grabado en el
alma bajo a mi vida diaria. Bajo a mi rutina, a mi cruz, a mis vacíos.
Y todo se une.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia