Muchísimos
cristianos usan el término, pero ¿qué significa?
A medida que el
cristianismo se fue estableciendo con firmeza en varios países, surgió la
necesidad de organizar las comunidades de cristianos según un sistema
administrable. Esta tarea empezó en el siglo IV y fue refinada con el paso de
los años, hasta su culminación en el siglo XVI con el Concilio de Trento.
Fue en Trento
donde los obispos se encargaron de definir con claridad el papel de las
parroquias y los sacerdotes que servían en ellas. Se establecieron unos límites específicos para que el sacerdote entendiera
a quién iba dirigido su ministerio. Era un límite geográfico determinado por el
número de almas presentes en una región concreta.
El párroco
(también conocido como ‘pastor’) asumía el cuidado de todas las almas que
vivían dentro de los límites establecidos. Estaba obligado a atender sus
necesidades espirituales y a suministrar los sacramentos. Según las
necesidades, un pastor podía ser auxiliado por más sacerdotes que trabajarían
bajo su instrucción.
El actual Código
de Derecho Canónico especifica además que una parroquia es “es
una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable” y establecida
por un obispo.
Aunque es
cierto que “como regla general, la parroquia ha de ser territorial, es decir,
ha de comprender a todos los fieles de un territorio determinado”, el Derecho
Canónico apoya a grupos de cristianos que no están ligados a límites
territoriales.
En los Estados
Unidos, este hecho ha tomado muchas formas diferentes y, desde la invención del
automóvil, los límites parroquiales no se aplican generalmente como una regla
inflexible. Esto implica que los individuos que residen fuera de los límites de
una parroquia particular tienen la libertad de inscribirse en cualquier
parroquia, al margen de su localización.
Parroquias como barcos
Espiritualmente
hablando, las parroquias supuestamente son “barcos” que llevan a un grupo
específico de almas al paraíso. La palabra ‘parroquia’ deriva del griego paroikos,
que significa “residente temporal”. Se usa en
los Hechos de los Apóstoles cuando Esteban habla de la historia del pueblo
judío y explica que “sus descendientes emigrarían a una tierra extranjera”
(Hechos 7,6). De esta forma, un parroquiano es ciertamente un “viajero”, un
peregrino que avanza hacia su patria celestial.
De modo que no
debería sorprender el encontrar en las Constituciones Apostólicas, un documento
escrito en el siglo IV, la siguiente analogía:
Cuando
convoques a la Iglesia de Dios, exige, como el capitán de una gran embarcación,
que cada uno cumpla rigurosamente con la disciplina. Di a los diáconos que,
como marineros, asignen sus plazas a sus hermanos, los pasajeros, con la mayor
atención y dignidad.
En primer
lugar, que el edificio sea alargado y esté orientado hacia oriente, con las
sacristías a ambos lados hacia oriente; de este modo se parecerá a un barco.
No es ninguna
coincidencia que la parte de toda iglesia donde se sienta el pueblo se llame ‘nave’.
Esta palabra deriva del latín navis, o barco, y su función es
retratar la realidad de la Iglesia como navío, protegiendo a los que lleva en
su interior del oleaje y los azotes del mundo.
Así pues, cada
pastor es el “capitán” de su navío de almas, al cargo de la importante tarea de
guiar las almas en su barco hacia las Eternas Orillas del Paraíso. ¡No es tarea
fácil! Por eso el sacerdote depende en gran medida de la participación de sus
feligreses. Los laicos, además de los diáconos, ayudan a “manejar los remos”
del barco, asumiendo papeles de liderazgo que impulsan al navío en la dirección
en que el “aliento” del Espíritu Santo mueve sus velas.
De modo que, la
próxima vez que visites tu parroquia, recuerda la analogía del barco. Te
ayudará a entender la responsabilidad que tiene todo pastor, ¡en especial
cuando está al cargo de 3 o 4 “barcos”!
Philip
Kosloski
Fuente: Aleteia