La fuerza
de la familia reside esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a amar
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Desconcierto,
desesperación, rabia, angustia, miedo, son algunas de las reacciones ante los
actos de terrorismo, los recientes en Barcelona y los anteriores en otras
partes del mundo, más los que pueden venir en otros lugares. No sería extraño
que en la mira estén Italia, El Vaticano y otros países. Y la pregunta
que todos nos hacemos: ¿Por qué sucede esto? ¿De quién es la culpa, de quién la
responsabilidad?
Podemos culpar a la
incapacidad de los gobiernos, de las policías, de los sistemas de seguridad, de
los ejércitos. En cada país tendrán que analizar si pueden hacer mucho más para
proteger a la sociedad. Sin embargo, por más tecnologías que se usen para
detectar a los terroristas, siempre estamos expuestos a sus crímenes
sanguinarios.
Yo sostengo que una de las
raíces profundas de la desorientación ideológica y del apasionamiento desalmado
y destructor de muchos jóvenes, que puede llevar al terrorismo, es la falta de
una familia bien integrada y con una fe cimentada, que se expresa en el respeto
a los demás.
El terrorismo, sin embargo,
tiene muchos rostros. Son terroristas los narcotraficantes, que asesinan a
quien no colabora con ellos; no les importa nada ni nadie. Son terroristas los
secuestradores, que destruyen vidas sólo por obtener un dinero que no se han
ganado con su trabajo honrado. Son terroristas los violadores de mujeres y de
niños, porque matan la vida, la alegría, la paz y la esperanza. Son terroristas
los jóvenes alcoholizados y drogados, porque son el espanto de la vecindad, el
dolor y la incertidumbre de sus padres. Son terroristas los comunicadores que
difunden noticias sin fundamento y erosionan la fama de alguien. Son
terroristas los gobernantes que se imponen con amenazas de cárcel y de
extinción a sus enemigos políticos.
Todos estos terroristas, y
muchos otros, no han gozado de una bonita familia, de un padre justo, honesto,
presente, trabajador, solidario con los demás; ni de una madre cercana,
confiable, cariñosa, comprensiva. Cuando se tiene una familia
integrada, normalmente los hijos crecen sanos de cuerpo y alma No hace falta
ser ricos. Con el trabajo de cada día, se educan para trabajar y ganarse el
sustento con responsabilidad.
PENSAR
Dice el Papa Francisco en Amoris laetitia: “La familia podría ser el lugar de la prevención y de la contención, pero la sociedad y la política no terminan de percatarse de que una familia en riesgo pierde la capacidad de reacción para ayudar a sus miembros. Notamos las graves consecuencias de esta ruptura en familias destrozadas, hijos desarraigados, ancianos abandonados, niños huérfanos de padres vivos, adolescentes y jóvenes desorientados y sin reglas” (51).
“Nadie puede pensar que
debilitar a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo
que favorece a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración
de las personas, el cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético
de las ciudades y de los pueblos” (52).
“En varios países, la
legislación facilita el avance de una multiplicidad de alternativas, de manera
que un matrimonio con notas de exclusividad, indisolubilidad y apertura a la
vida termina apareciendo como una oferta anticuada entre muchas otras. Avanza
en muchos países una deconstrucción jurídica de la familia que tiende a adoptar
formas basadas casi exclusivamente en el paradigma de la autonomía de la
voluntad. Si bien es legítimo y justo que se rechacen viejas formas de familia
«tradicional», caracterizadas por el autoritarismo e incluso por la violencia,
esto no debería llevar al desprecio del matrimonio sino al redescubrimiento de
su verdadero sentido y a su renovación. La fuerza de la familia reside
esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a amar. Por muy herida que
pueda estar una familia, esta puede crecer gracias al amor” (53).
ACTUAR
Demos a la familia un lugar prioritario. Cuando haya problemas entre los esposos, que no sea su primera alternativa la separación. Dialoguen, aclaren las cosas, sean humildes para reconocer sus errores, pedir perdón y perdonar. Eviten la violencia física, psíquica y verbal. Dediquen tiempo a sus hijos, escúchenlos, compréndanlos, oriéntenlos, no dejen de darles buenos consejos, aunque pareciera que de momento no hacen caso; a su tiempo, reconocerán lo justo de sus indicaciones. Acérquense a Dios, quien no es una carga, sino quien les ayuda a llevar las cargas de la vida. Acerquen a sus hijos a la Iglesia, para que les ayude en su tarea de educarlos en el buen camino. Dios no es enemigo, sino amigo y padre de la humanidad.
Por: Mons.
Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo de San Cristóbal de Las Casas.