Pregunta:
Soy
una mujer casada, con cuatro hijos, y he sido abandonada por mi marido hace dos
años y medio. Él se ha juntado con otra mujer. Todos los bienes están a nombre
de mi marido y éste amenaza con quitarme todo lo que tengo yo y mis hijos,
además de no pasarme nada para el sustento de nuestros hijos. Civilmente me han
dicho que sólo puedo preservar mis bienes y presionarlo para que cumpla
sus deberes exigiéndole el divorcio civil. He consultado sobre esto a algunos
amigos católicos y unos me han dicho que pedir el divorcio o concedérselo si él
lo pide es pecado; otros me han dicho que no es así. ¿Puede Usted aclararme
este tema?
Respuesta:
Estimada
Señora:
Ante
todo, debo decirle que en cuanto a lo que Usted dice que “el único medio civil
para defender sus bienes y el patrimonio de sus hijos” es el divorcio, no estoy
en condiciones de expedirme. Debería ser un abogado serio y católico quien la
asesore al respecto. Además esto variará según varíen las leyes vigentes en un
país o en otro.
En
cuanto a la licitud o ilicitud del divorcio civil, según gran parte de los
moralistas clásicos, hay que tener en cuenta algunas cosas:
Cuando es moralmente
pecado
El
divorcio civil es ciertamente inmoral e ilícito en todos los casos en que se
pide o dictamina de:
1º
un matrimonio válido (canónico o natural);
2º
entendiendo el divorcio como ruptura del vínculo natural o religioso;
3º
con intención de contraer nuevas nupcias (en realidad esta última condición
agrava más el pecado; pero para que haya pecado basta con las dos primeras).
Cuando puede ser
“tolerado”
El
divorcio civil de un matrimonio válido puede ser “tolerado” por la parte
inocente, cuando:
1º
es consciente (y lo hace constar, en orden a evitar el escándalo) que el
divorcio civil no disuelve el vínculo natural o sacramental, y que, por tanto,
sigue estando unida a su cónyuge de por vida;
2º
es consciente de que el divorcio civil sólo afecta a los efectos civiles, es
decir, la autoridad civil no los considera más como matrimonio quitándole a uno
los derechos de decidir sobre los bienes del otro, sobre los hijos, y
atribuyéndole la paternidad o maternidad de los hijos adulterinos al cónyuge
inocente, etc.;
3º
no se realiza con intención de contraer nuevas nupcias sino sólo para asegurar
ciertos derechos legítimos;
4º
y no hay otra vía menos extrema para conseguir ese mismo fin (por ejemplo, cuando
no basta la mera separación de “lecho y techo” temporal o incluso definitiva).
Así,
por ejemplo, dice el Catecismo: “Si el divorcio civil representa la única
manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, como el cuidado de los
hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta
moral” [1]. Queda sobreentendido que hay verdadera “tolerancia” cuando se
cumplen las condiciones arriba mencionadas. También señala el Catecismo que si
uno de los cónyuges es la parte inocente de un divorcio dictado en conformidad
con la ley civil, no peca; y parece aclarar que “ser la parte inocente” estaría
constituida por el esforzarse con sinceridad por ser fiel al sacramento del
matrimonio y ser injustamente abandonado [2].
¿Puede la parte inocente
de la ruptura matrimonial pedir el divorcio civil o sólo debe limitarse a concederlo
cuando lo pide la otra parte?
La
última pregunta sobre el tema puede formularse como sigue: ¿Puede la parte
inocente pedir el divorcio si éste es el único medio para salvaguardar el
mantenimiento de los hijos?
Si
bien ha habido algunos moralistas en el pasado que se han inclinado por la
intrínseca ilicitud de pedir el divorcio [3], otros consideran que cuando se
verifican las condiciones indicadas más arriba, la misma persona inocente puede
solicitar la sentencia civil de divorcio. Así, por ejemplo, Ballerini-Palmieri,
Lehmkuhl, Sabetti, De Becker, Génicot, Noldin y otros [4]. Dice, por ejemplo
Mausbach-Ermecke: “En determinadas circunstancias puede también el cónyuge
inocente asegurar su separación externa mediante una sentencia civil de
divorcio, cuando la vida en común se hubiera hecho totalmente imposible, o
resultara superior a sus fuerzas, o llevara consigo graves peligros para el
cuerpo o para el alma. En este caso el matrimonio continúa válido ante Dios y
quedan anulados únicamente los efectos civiles del matrimonio; es decir, los
derechos y deberes civiles que se derivan del matrimonio según la
correspondiente legislación civil.
Ahora
bien, si el cónyuge inocente tuviera la certeza de que el otro cónyuge, después
de recobrar su «libertad» civil por la sentencia de divorcio, la utilizaría
para contraer un nuevo matrimonio civil –que, moralmente, constituiría un
concubinato y, canónicamente, sería un matrimonio nulo–; debería tener razones
poderosísimas para presentar una demanda de divorcio ante un tribunal civil” [5].
Salmans,
después de poner la cuestión “¿Podrán los esposos algunas veces, en conciencia,
pedir el divorcio civil?”, responde que sí, siempre y cuando se verifiquen “a
la vez” las dos condiciones siguientes:
“1º
Una intención recta: tener el
propósito de romper solamente el vínculo civil y no el verdadero lazo
matrimonial; los esposos no pueden pensar en contraer, ante la ley, otro
matrimonio, que no sería más que un lazo adúltero;
2º
Una razón gravísima, extrínseca y
extraordinaria, que impulse a pedir el divorcio. Notemos con insistencia
que no se trata de razones que la ley pudiera estimar suficientes: como ninguna
de ellas hace el matrimonio disoluble delante de Dios y de la Iglesia, no basta
ninguna por sí misma, para que la petición de divorcio sea legítima en
conciencia, aunque pueden autorizar la separación de los cuerpos… La moral
exige, además… que se tema un daño extrínseco, daño extraordinario y
particularmente grave, el cual no se puede remediar con la separación de los cuerpos”
[6].
¿Qué daño puede ser
considerado tan grave?
Sigue
Salmans: “Por ejemplo, la educación conveniente de los hijos, cuando éstos
serían confiados por el Tribunal al cónyuge realmente impío o corrompido, si el
otro esposo no fuera el primero en pedir el divorcio; o bien el sustento
conveniente de la parte inocente o la pérdida de bienes relativamente muy
grandes, si no se puede resolver de otra manera la dificultad; finalmente, el
temor de que los hijos nacidos del adulterio de la mujer sean atribuidos al
marido legítimo y lleven su nombre, siempre que la denegación de paternidad no
pueda evitar este inconveniente”, etc.
[1]
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2383.
[2]
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2386.
[3]
Por ejemplo, Bucceroni, Gasparri, Matharan; citados por Noldin, Summa
Theologiae Moralis, Tomo III: De Sacramentis, Oeniponte/Lipisae, 1940, n. 669
(p. 680).
[4]
Ibidem, nn. 669-671 (pp. 680-682).
[5]
Mausbach-Ermecke, Teología Moral Católica, Eunsa, Pamplona 1974, tomo
III, n. 23,4; p. 334.
[6]
Salmans, José, S.J., Deontología Jurídica, Ed. El Mensajero del Corazón de
Jesús, Bilbao 1953, n. 363.
Por: P. Miguel A. fuentes, IVE
Fuente: TeologoResponde.org