Dejarnos
tocar por el amor de Dios, dejarnos mirar por Cristo: la esperanza nos abre un
mundo, porque se basa en lo que Dios quiere hacer en nosotros
¿Qué
hace valiosa la vida? ¿Qué hace valiosa mi vida? En el mundo actual,
la respuesta a esta pregunta gira a menudo alrededor de dos polos: el éxito que
uno es capaz de alcanzar, y la opinión que los demás tienen de él.
No se
trata, desde luego, de cuestiones banales: la opinión ajena tiene consecuencias
en la vida familiar, social, profesional; y el éxito es la expectativa lógica
de lo que emprendemos: nadie se pone a hacer algo con el objetivo de fracasar.
Sin embargo, de hecho a veces en la vida hay pequeñas o no tan pequeñas
derrotas, o sucede que los demás se forjan una opinión de nosotros en la que
quizá no nos reconocemos.
La
experiencia del fracaso, del desprestigio, o la conciencia de la propia
incapacidad –ya no solo en el mundo laboral, sino incluso en el empeño por
vivir una vida cristiana– pueden llevarle a uno al desánimo, al desaliento y,
en último término, a la desesperanza. En la actualidad es más fuerte que en
otras épocas la presión por tener éxito a distintos niveles, por ser
alguien, o al menos por poderse decir que uno es alguien.
Y, en
realidad, más que en lo que uno es –hijo, madre, hermano, abuela–, los focos
están puestos en lo que uno es capaz de hacer. Por eso se es hoy más
vulnerable a los distintos tipos de derrotas que suele traer consigo la vida:
reveses que antes se resolvían o se sobrellevaban con entereza, hoy causan con
frecuencia una tristeza o frustración de fondo, desde edades muy tempranas. En
un mundo con tantas expectativas y desengaños ¿es posible aún vivir, como
proponía san Pablo, «alegres en la esperanza» (Rm 12,12)?
EN LA ACTUALIDAD ES MÁS FUERTE QUE EN OTRAS ÉPOCAS LA
PRESIÓN POR TENER ÉXITO A DISTINTOS NIVELES, POR SER ALGUIEN, O AL MENOS POR
PODERSE DECIR QUE UNO ES ALGUIEN
En su carta de febrero, el Prelado del
Opus Dei dirige la mirada hacia la única respuesta verdaderamente lúcida a esta
pregunta; una respuesta que se alza con un sí decidido: «haz, Señor, que desde
la fe en tu Amor vivamos cada día con un amor siempre nuevo, en una alegre
esperanza»[1].
Aunque a veces la desesperanza pueda parecer menos ingenua, lo es solo al coste
de cerrar los ojos al Amor de Dios y su permanente cercanía.
Lo recordaba el Papa Francisco en una de
sus catequesis sobre la esperanza: «La esperanza cristiana es sólida. Por eso
no decepciona (…). No está fundada sobre lo que nosotros podemos hacer o ser, y
tampoco sobre lo que nosotros podemos creer. Su fundamento, es decir el
fundamento de la esperanza cristiana, es lo más fiel y seguro que existe: el
amor que Dios mismo nos tiene a cada uno de nosotros. Es fácil decir: Dios nos
ama. Todos lo decimos. Pero (…) cada uno de nosotros ¿es capaz de decir: estoy
seguro de que Dios me ama? No es tan fácil decirlo. Pero es verdad»[2].
La gran esperanza
En su predicación y en sus
conversaciones, san Josemaría ponía muchas veces la mirada en la vida de los
primeros cristianos. La fe era para ellos, antes que una doctrina a aceptar o
un modelo de vida a realizar, el regalo de una vida nueva: el
don del Espíritu Santo, que había sido derramado en sus almas tras la
resurrección de Cristo. Para los primeros cristianos, la fe en Dios era objeto
de experiencia, y no solo de adhesión intelectual: Dios era Alguien realmente
presente en su corazón.
San Pablo escribía a los fieles de
Éfeso, refiriéndose a su vida antes de conocer el Evangelio: «vivíais entonces
sin Cristo, erais ajenos a la ciudadanía de Israel, extraños a las alianzas de
la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,11-12). Con
la fe, en cambio, habían recibido la esperanza, una esperanza que «no defrauda,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).
A la vuelta de veinte siglos, Dios no
deja de llamarnos a esta «gran esperanza», que relativiza todas las demás esperanzas
y decepciones. «Nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más
pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza,
que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo
puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que
nosotros por sí solos no podemos alcanzar»[3].
AUNQUE A VECES LA DESESPERANZA PUEDA PARECER MENOS
INGENUA, LO ES SOLO AL COSTE DE CERRAR LOS OJOS AL AMOR DE DIOS Y SU PERMANENTE
CERCANÍA
Es bueno considerar si nos hemos acostumbrado a
la realidad de un Dios que salva –un Dios que viene a llenarnos de esperanza–,
hasta el punto de no percibir a veces en ella mucho más que una idea, sin
fuerza real sobre nuestra vida. La Cruz, que parecía un gran fracaso a los ojos
de quienes esperaban en Jesús, se convirtió con la Resurrección en el triunfo
más decisivo de la historia.
Decisivo, porque no se trata de un éxito
limitado a Jesús: con él vencemos todos. «Esta es la victoria que ha vencido al
mundo: nuestra fe» en el Resucitado (1 Jn 5,4). Los discípulos de
Emaús miraban al pasado con nostalgia. «Nosotros esperábamos», decían (Lc 24,21):
no sabían que Jesús caminaba con ellos, que les abría un futuro apasionante, a
prueba de cualquier otro desengaño. «Enciende tu fe. –No es Cristo una figura
que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: Jesus Christus heri et
hodie: ipse et in sæcula! (…) ¡Jesucristo ayer y
hoy y siempre!»[4]
Dejarnos tocar por el Amor de Dios
San Pablo describía así la raíz de la
vida cristiana: «Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino
que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe
del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,19-20).
Para el Apóstol, el cristianismo consiste en primer lugar en que Cristo ha
muerto por nosotros, ha resucitado y, desde el Cielo, ha enviado a nuestros
corazones su Espíritu Santo, que nos transforma y nos abre los ojos a una vida
nueva. «Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente
“vida”. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza»[5].
Como a la samaritana, María Magdalena,
Nicodemo, Dimas, los discípulos de Emaús, Jesús nos da un modo nuevo de mirar:
de mirarnos a nosotros mismos, a los demás, a Dios. Y solo desde esta nueva
mirada que nos da Dios cobran sentido el esfuerzo por mejorar y la lucha por
imitarle: tomados por sí mismos, serían «empeño vano» (Qo 2,11).
Al morir en la Cruz «por nosotros los
hombres y por nuestra salvación»[6],
Cristo nos liberó de una vida de relación con Dios centrada en preceptos y límites
negativos, y nos liberó para una vida hecha de Amor: «os habéis revestido del
hombre nuevo, que se renueva para lograr un conocimiento pleno según la imagen
de su creador» (Col 3,10). Se trata, pues, de conocer el
Amor de Dios y de dejarse tocar por Él, para retomar –desde
esa experiencia– el camino de la santidad. Encontrar a Dios y dejarnos
transformar por Él es lo esencial.
El Prelado del Opus Dei lo ha recordado,
poco después de su elección: «¿Cuáles son las prioridades que el Señor nos
presenta en este momento histórico del mundo, de la Iglesia y de la Obra? La
respuesta es clara: en primer lugar, cuidar con delicadeza de enamorados
nuestra unión con Dios, partiendo de la contemplación de Jesucristo, rostro de
la Misericordia del Padre. El programa de san Josemaría será siempre válido:
“Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”»[7].
La unión con Dios nos permite vivir la Vida que Él nos ofrece. Buscar el rostro
de Cristo, y dejarnos mirar por Él es un camino espléndido para ahondar en esa
vida de Amor.
Dejarnos mirar por Cristo
Jesucristo es el rostro de
la Misericordia de Dios, porque en Él Dios nos habla con un lenguaje a nuestra
medida: un lenguaje de escala humana que viene al encuentro de la sed de un
amor fuera de toda escala que Él mismo ha puesto en cada uno de nosotros. «Y tú
(…) ¿has sentido alguna vez en ti esta mirada de amor infinito que, más allá de
todos tus pecados, limitaciones y fracasos, continúa fiándose de ti y mirando
tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios
que por amor te ha dado todo? Como nos enseña san Pablo, “la prueba de que Dios
nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rm 5,8).
Pero ¿entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?»[8].
¿HAS SENTIDO ALGUNA VEZ EN TI ESTA MIRADA DE AMOR
INFINITO QUE, MÁS ALLÁ DE TODOS TUS PECADOS, LIMITACIONES Y FRACASOS, CONTINÚA
FIÁNDOSE DE TI Y MIRANDO TU EXISTENCIA CON ESPERANZA? (PAPA FRANCISCO)
Para descubrir el rostro de Jesús es
necesario recorrer el camino de la adoración y de la contemplación: «¡Qué dulce
es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y
simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a
tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva!»[9].
Se trata, como decía el Papa en otra ocasión, de «mirar a Dios, pero sobre todo
[de] sentirse mirado por Él»[10].
Parece sencillo: dejarse mirar, simplemente ser en
la presencia de Dios… pero lo cierto es que nos cuesta terriblemente en un
mundo hiperactivo y saturado de estímulos como el nuestro.
Por eso es necesario pedir a
Dios el don de entrar en su silencio y de dejarse mirar por Él: convencerse, en
definitiva, de que estar en su presencia es ya una oración
maravillosa y tremendamente eficaz, aun cuando no saquemos de ella ningún
propósito inmediato. La contemplación del rostro de Cristo tiene en sí misma un
poder transformador que no podemos medir con nuestros criterios humanos. «Pongo
ante mí al Señor sin cesar; con Él a mi derecha, no vacilo. Por eso se alegra
mi corazón, se goza mi alma, hasta mi carne descansa en la esperanza» (Sal 16,
8-9).
El rostro de Jesús es también el rostro
del Crucificado. Al constatar nuestra debilidad, podríamos pensar, con un
rasero exclusivamente humano, que le hemos decepcionado: que no podemos
dirigirnos a Él, como si no hubiera sucedido nada. Sin embargo, esos reparos
dibujan solo una caricatura del Amor de Dios. «Hay una falsa ascética que
presenta al Señor en la Cruz rabioso, rebelde. Un cuerpo retorcido que parece
amenazar a los hombres: me habéis quebrantado, pero yo arrojaré sobre vosotros
mis clavos, mi cruz y mis espinas. Esos no conocen el espíritu de Cristo.
Sufrió todo lo que pudo –¡y por ser Dios, podía tanto!–; pero amaba más de lo
que padecía... Y después de muerto, consintió que una lanza abriera otra llaga,
para que tú y yo encontrásemos refugio junto a su Corazón amabilísimo»[11].
¡Qué bien comprendía nuestro Padre el
Amor que irradia el rostro de Jesús! Desde la Cruz, nos mira y nos dice: «Te
conozco perfectamente. Antes de morir he podido ver todas tus debilidades y
bajezas, todas tus caídas y traiciones… y conociéndote tan bien, tal como eres,
he juzgado que vale la pena dar la vida por ti». La de Cristo es
una mirada amorosa, afirmativa, que ve el bien que hay en nosotros
–el bien que somos– y que Él mismo nos concedió al llamarnos a la
vida. Un bien digno de Amor; más aún, digno del Amor más
grande (cfr. Jn 3,16; 15,13).
Caminar con Cristo dejando huella en el
mundo
La mirada de Jesús nos ayudará a
reaccionar con esperanza ante las caídas, los resbalones, la mediocridad. Y no
es simplemente que seamos buenos tal como somos, sino que Dios cuenta con cada
uno de nosotros para transformar el mundo y llenarlo de su Amor. También esa
llamada está contenida en la mirada amorosa de Cristo. «Me dirás, Padre, pero
yo soy muy limitado, soy pecador, ¿qué puedo hacer? Cuando el Señor nos llama
no piensa en lo que somos, en lo que éramos, en lo que hemos hecho o de dejado
de hacer. Al contrario: Él, en ese momento que nos llama, está mirando
todo lo que podríamos dar, todo el amor que somos capaces de contagiar. Su
apuesta siempre es al futuro, al mañana. Jesús te proyecta al horizonte,
nunca al museo»[12].
La de Cristo es la mirada del Amor,
que afirma siempre a quien tiene delante y exclama: «¡Es bueno
que existas!, ¡qué maravilla tenerte aquí!»[13].
Al mismo tiempo, conociéndonos perfectamente, cuenta con nosotros. Descubrir
esta doble afirmación de Dios es el mejor modo de recobrar la
esperanza y de sentirnos de nuevo atraídos camino arriba, hacia el Amor, y
lanzados después al mundo entero. Esa es, a fin de cuentas, nuestra seguridad
más firme: Cristo ha muerto por mí, porque creía que valía la pena hacerlo;
Cristo, que me conoce, confía en mí. Por eso exclamaba el Apóstol: «Si Dios
está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se
reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará todo con él?» (Rm 8,31-32).
De esa seguridad nacerá nuestro deseo de
retomar el camino, de lanzarnos al mundo entero para dejar en él la huella de
Cristo. Sabiendo que muchas veces tropezaremos, que no siempre lograremos
realizar lo que nos propongamos… pero que, en definitiva, no es eso lo que
cuenta. Importa, en cambio, seguir adelante, con la mirada puesta en Cristo: «expectantes
beatam spem», despiertos y atentos a su alegre esperanza[14].
Él es quien nos salva y cuenta con nosotros para llenar el mundo de paz y de
alegría. «Dios nos ha creado para estar de pie. Hay una canción hermosa que
cantan los alpinos cuando suben a la montaña. La canción dice así: “En el arte
de subir, lo importante no es no caer, sino no permanecer caído”»[15].
De pie. Alegres. Seguros. En camino. Con la misión de encender «todos los
caminos de la tierra con el fuego de Cristo» que llevamos en el corazón[16].
Lucas Buch
[10] S. Rubin, F. Ambrogetti, El Papa
Francisco. Conversaciones con Jorge Bergoglio, Ediciones B, Barcelona
2013, p. 54.