Cuidado.
Dios nunca se rinde y su obra nunca termina
A
todos nos gusta una buena historia de conversión, como la de un santo que antes
era un asesino en serie o un satánico antes de llegar a Cristo.
Pero
para aquellos entre nosotros que hace años que vivimos nuestra propia
conversión y que aun así no podemos evitar ser pecadores habituales, sin duda
sirve de consuelo cuando sabemos de la vida de un converso todavía dudoso o de
un monje mediocre o un irritable comulgante de diario que, de alguna forma,
encontraron el camino a la santidad.
El
beato Antonio Neyrot (1425 (?) – 1460) es el perfecto ejemplo de un cristiano
que no era mejor de lo necesario.
Fue
recibido en la orden de los dominicos por san Antonino de Florencia y ordenado
sacerdote. Sin embargo, su pronto éxito como predicador le había subido los
humos y, como el impaciente y obstinado fray Antonio no disfrutaba
especialmente sus funciones en Florencia, pidió un traslado.
San
Antonino le advirtió de los graves peligros para su alma si persistía en pedir
este cambio, pero fue en vano. Así que Antonio se fue a Sicilia, pero allí
seguía infeliz, así que insistió en otro traslado y terminó en un barco hacia
Nápoles.
De
haber continuado con estos modos, Antonio bien podría haberse abierto camino a
base de quejas y exigencias hasta su propia perdición, pero Dios, en su
misericordia, mandó piratas moros para que interceptaran el navío. Es algo
raro imaginar a unos piratas como instrumento de salvación, pero en la
providencia de Dios no hay nada que no pueda obrar por nuestro bien.
Por
desgracia para Antonio, no necesitaba una curación espiritual rápida;
necesitaba una resurrección total, lo cual significaba que tenía que caer a un
nivel más bajo que un simple fraile arrogante. Resultó que ser secuestrado
y vendido como esclavo por sus captores musulmanes no fue suficiente para
romper su orgullo.
A
pesar de que le trataban bien en la casa del califa y que disfrutaba de cierta
libertad de movimiento por Túnez, la insolencia y la arrogancia de Antonio
perseveraron y, con el tiempo, terminaron por agotar a sus amos. Lo encerraron
y lo tuvieron a base de pan y agua.
Esto,
según parece, fue demasiado para el altanero joven. Aunque no fue
torturado, su situación le superó y negó a Cristo para poder obtener su
libertad. Fue liberado de inmediato, adoptado por el califa y casado con una
noble turca.
Una
vez asegurado su confort terrenal, Antonio seguía sincero en su apostasía.
Perdió por completo su fe en Cristo e incluso empezó a traducir el Corán al
latín para poder difundir el islam en Occidente.
Pero
por mucho que Antonio estudiaba el Corán, tenía problemas para verlo como una
verdad. Durante cuatro meses persistió, hasta que le llegaron noticias de
la muerte de su mentor, san Antonino. Antonio quedó turbado por la pérdida,
pero mucho más cuando el buen obispo fallecido se le apareció y lo llamó a
convertirse.
Escarmentado,
Antonio mandó a su esposa de vuelta a su familia y empezó una vida de
penitencia. Se pasaba los días rezando el Rosario como un hombre humilde
suplicando al Señor el valor para hacer lo debido. Sin embargo, Antonio sabía
que un apóstata público debe ser un penitente público y, para poder reparar
algo del daño que había causado al cuerpo de Cristo, realizó los preparativos
para anunciar al mundo su reversión.
Tras
confesar sus pecados, suplicó el perdón de la comunidad cristiana un Domingo de
Ramos, se vistió con su hábito dominico y se presentó ante el califa durante
una procesión pública que celebraba el soberano.
Allí,
en las escaleras del palacio, Antonio proclamó su fe en el Señor Jesucristo y
lamentó su debilidad pasada por haberle negado. Estupefacto, el califa trató de
persuadirle para que continuara con su apostasía, pero fray Antonio respondió
alabando el nombre de Jesús con más fuerza. Al poco, fue llevado a rastras
a prisión y luego lapidado hasta morir el Jueves Santo de 1460.
La
vida del beato Antonio Neyrot es una perfecta ilustración de la máxima de san
Pablo: “allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5, 20). Mientras
fue un sacerdote “fiel”, su corazón estaba endurecido. Hizo falta un gran
sufrimiento y hasta un gran pecado para que viera su necesidad de la
misericordia de Dios. Como muchos de nosotros, tuvo que tocar fondo antes
de poder permitir que la gracia de Dios obrara en su vida.
Ahora,
la capacidad de Dios para obrar a través de nuestro pecado no nos da permiso
para sucumbir a la tentación, según nos recuerda san Pablo unos versículos más
adelante: “¿Qué diremos, pues? ¿Qué debemos permanecer en el pecado para que la
gracia se multiplique? ¡De ningún modo!”. Pero el beato Antonio es un testigo
poderoso del hecho de que Dios nunca se rinde, que su plan nunca termina,
incluso con los más perdidos de nosotros.
Pidamos
su intercesión por los católicos descarriados, por los retornados a la fe y por
aquellos que vivimos en la gracia de Cristo pero no con el corazón lleno. Beato
Antonio Neyrot, ¡ruega por nosotros!
Meg Hunter-Kilmer
Fuente:
Aleteia