¿No sería mejor no amar
para evitar sufrir?
Hoy
de nuevo quiero cuidar esa amistad que sueño con Jesús. Me conmueve
escuchar hoy: “Señor, tu amigo está enfermo”. Su amigo Lázaro está
enfermo. Yo, que soy su amigo también estoy enfermo. En ese amigo pongo mi
propio nombre, escribo mi nombre sagrado. Jesús sabe que estoy enfermo. Yo, su
amigo.
Me
conmueve esa amistad profunda de Jesús con Lázaro, con sus hermanas. Jesús
era capaz de amar. Con su cuerpo y con su alma: “Jesús amaba a Marta, a su
hermana y a Lázaro”. No suele aparecer una expresión así en el evangelio.
Nombres concretos.
Jesús
amaba a la familia de Betania. Allí solía ir a descansar, a compartir la vida.
Con Lázaro, con Marta, con María. ¡Qué humano es Jesús que ama tanto!
Me
conmueven sus lágrimas cuando ve muerto a Lázaro. Llora cuando ve llorar a
María: “Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la
acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: -¿Dónde lo habéis enterrado?”.
María
llora. En sus palabras no hay reproche. Sólo hay cariño. Un amor muy hondo. Y
la certeza firme de que bastaba con la presencia del más amado para salvar la
vida de su hermano.
Me
conmueve. Jesús llora. ¡Cuánto amaba a Lázaro! Se emociona. Por el
dolor de María. Por su propio dolor. Jesús me quiere tanto a mí como a ellos. También
llora cuando yo muero, cuando lloro, cuando estoy enfermo.
Jesús
me enseña cómo se quiere a los amigos. Yo no sé querer así. Su dolor es tan
hondo, tan humano, tan de Dios… Llora porque ha perdido un amigo tan querido.
Sufre por la pena de María, de Marta, su propia pena.
Jesús
tenía amigos. Tenía amistades hondas, verdaderas, eternas. No quiero pasar
por la vida sin emocionarme por el dolor de los hombres, sin conmoverme al
perder a quienes quiero. No quiero vivir sin ahondar en mis vínculos.
El
otro día una persona me decía: “¿Vosotros también tenéis personas a las
que queréis de forma especial?”. Me llamó la atención la pregunta. Los
sacerdotes claro que amamos. Queremos. Echamos raíces en corazones humanos.
Porque el amor humano me lleva al corazón de Dios. Porque ese amor que recibo y
doy es un reflejo pálido de ese amor incondicional que Dios me tiene.
Jesús
amaba con lágrimas, con risas, con hondura. El otro día leía: “Jesús se
sienta a la mesa con los pecadores no como juez severo, sino como amigo
acogedor. El reino de Dios es gracia antes que juicio. Dios es una buena
noticia, no una amenaza. Los pecadores y las prostitutas pueden alegrarse,
beber vino y cantar junto a Jesús. Estas comidas son un auténtico ‘milagro’ que
los va curando por dentro. Empiezan a intuir que Dios no es un juez siniestro
que les espera airado; es un amigo que se les acerca ofreciendo su amistad”[1].
La
amistad con Jesús sana por dentro al que se sabe amado. Igual que mi amor
sana a otros. Un amor de carne y alma. No un amor etéreo. Quiero cuidar el amor
humano que doy y recibo. Igual que quiero cuidar mi amistad con Jesús.
Los
amigos se eligen, no nos vienen impuestos. La amistad no se puede exigir, se da
o no se da. Es un don gratuito. No quiero mendigar amigos, amores humanos. Pero quiero
cuidar a los que Dios ha puesto en mi camino. La amistad vive de la gratuidad.
No de las obligaciones y compromisos.
Jesús
se sentaba con los pecadores, con aquellos que estaban enfermos. No era
obligatorio perder su tiempo con ellos. Tampoco era una obligación ir a Betania
a descansar con sus amigos. Era gratuito. Jesús se hacía amigo de los más
necesitados. Me mira a mí.
A
veces no me valoro y no creo que pueda ser mi amigo. También me pasa a veces
con ciertas personas. Las veo muy lejos de mí, muy perfectas, muy sabias. Y no
creo que pueda llegar a ser amado por ellas.
Seguramente
es lo que sentían esas prostitutas y publicanos al comer con Jesús. No se
sentían dignos. Pero la amistad es un don sagrado, no un premio. Es una gracia,
no una obligación.
Jesús
viene a mi mesa a compartir mi vida conmigo. Viene a mi vida a decirme que le
interesa todo lo que hago, todo lo que sufro. Y pone como prenda su corazón. Me
dice que me quiere. Que me acepta como soy.
No
quiero temer amar. El otro día una persona me decía que asociaba el
vínculo afectivo a alguien con el dolor. Y por eso lo rehuía. Tenía una
coraza que lo protegía.
Pensé
que hoy tantas personas viven con dolor sus vínculos profundos. Sufren en sus
relaciones humanas. No se saben amados de forma incondicional por nadie.
Con sus padres, con sus hijos, con su cónyuge, con sus amigos. ¡Cuántas
relaciones rotas! ¡Cuántas relaciones en las que uno o los dos sufren!
¡Qué
difícil tener vínculos sanos! Cuesta mucho aprender a amar bien. El amor me
compromete. Saca lo mejor de mí. Y también puede sacar lo peor. Estoy llamado a
vincularme. No quiero pasar por la vida de puntillas, sin raíces. Sin dejarme
el alma anclada en los corazones. La huida al desierto, a la soledad, puede ser
una excusa para no amar más, para no involucrarme demasiado.
Hoy
Jesús me pide que ame hasta el fondo. Que llore por los que amo. Que sufra sin
miedo por ellos. El amor conlleva una cierta cuota de sufrimiento. Pero no
quiero hacer sufrir a quien amo. Eso no es justo.
El
sufrimiento bueno no tiene que provocarlo mi pecado. Amar siempre me hará
sufrir, me exigirá dar hasta que duela y sacará de mí fuerzas que desconocía.
Me llevará a renunciar a muchas cosas por la persona amada.
Pero
es verdad que el sufrimiento viene a menudo por culpa de mi pecado. Porque no
sé amar. Es lo que más deseo: Amar y ser amado. Pero, ¡cuánto me cuesta amar
bien, con libertad, con verdad!
Confundo
lo que siento a veces y no soy capaz de expresarlo: “Si no sabemos
explicar lo que sentimos, si no estamos seguros de cómo explicar nuestros
sentimientos, no llegaremos a conocerlos realmente. Y si no conocemos nuestros
sentimientos, no nos podremos conocer realmente. No podremos tampoco hacernos
entender ni hacer que nos comprendan. Por eso es importante saber expresar
cuanto sentimos y nos sucede. Con la mayor exactitud posible”[2].
Necesito
conocer mi corazón que se turba y sufre. Mi corazón que desea amar para
siempre, con todo el alma y el cuerpo.
Hoy
Jesús me muestra cuánto sufre el que ama. Me muestra que Él no pasó por la vida
sin amar, sino dejándose el alma en las personas. Jesús amaba a Lázaro, a
Marta, a María. Eso es bonito. Con nombre propio.
Hoy
Jesús se acerca a mí en medio de mi enfermedad, de mi muerte, para decirme que
me ama con locura. Que no quiere que sufra. Quiere ser mi amigo. Yo
también quiero ser su amigo. Cuidar esa intimidad con Él.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia