«Nos enseñaban a rezar, a coser, a hacer
labores. Todas las chicas que estaban para casarse hacían su ajuar ahí.
Bordaban sus sábanas, los manteles…»
Villamayor
de Santiago busca monjas que quieran instalarse en el convento de la localidad.
«Estamos hechos a vivir con nuestras religiosas, llevamos 500 años haciéndolo»,
explica su alcalde, el socialista José Julián Fernández. «Un pueblo que tenga
monjas, para mí, es un pueblo más grande»
En
Villamayor de Santiago (Cuenca) se buscan monjas que quieran instalarse en el
convento de la localidad. Echan de menos a las últimas moradoras del edificio,
las religiosas Franciscanas Hijas de la Misericordia, que en 2014, después de
casi 100 años de presencia en el pueblo –la congregación se instaló en 1926, en
el que sería su primer convento en la península ibérica–, abandonaron el
convento debido a la falta de vocaciones y a la avanzada edad de las
religiosas, y se trasladaron a una residencia en el vecino pueblo de Villanueva
de Alcardete.
La
salida de las franciscanas ponía fin a 500 años de presencia de diferentes
órdenes religiosas en el pueblo –primero habitado por dominicas, luego por
bernardas y finalmente por las Franciscanas Hijas de la Misericordia– y dejaba
un profundo sentimiento de orfandad entre los 3.000 vecinos, que han tenido en
las monjas a sus maestras, enfermeras, catequistas, amigas y confidentes.
En
el caso de Margarita López, que llegó al mundo tan solo diez años después de
que las monjas vinieran al pueblo, las franciscanas también fueron sus vecinas.
Margarita nació en la casa en la que ahora recibe a Alfa y Omega y
que está situada en la misma calle de las monjas. Para ir al convento
simplemente tenía que cruzar la calle, cosa que hacía a diario. «Estaba todo el
día con ellas. Solo iba a casa a comer», recuerda. Incluso los domingos, «en
vez de ir al baile o a pasear», atravesaba las puertas del convento. «Allí,
junto a casi todas las chicas del pueblo, jugábamos con las monjas, nos
enseñaban canto, hacíamos oración», cuenta.
Los
recuerdos de las franciscanas invaden de nuevo la memoria de Margarita, a la
que se le quiebra la voz cuando recuerda la labor caritativa de las religiosas.
«Ayudaban a los pobres, que eran muchos después de la guerra, y eso que ellas
vivían de la limosna. A veces no tenían casi para comer y se lo daban a los
pobres», asegura.
Las
Franciscanas Hijas de la Misericordia hacían casi de madres de las mujeres que
estaban a las puertas del matrimonio. «Nos enseñaban a rezar, a coser, a hacer
labores. Todas las chicas que estaban para casarse hacían su ajuar ahí.
Bordaban sus sábanas, los manteles…»
Cuando
se marcharon, la conmoción fue generalizada. «Lo sentimos todos mucho», explica
Margarita, a la que las monjas le dejaron un talla del niño Jesús en recuerdo
de todo lo que habían pasado juntas.
Clamor popular
Cuando
se fueron, «no había conversación en la que no salían a relucir las monjas»,
explica Alberto García Coronado, párroco de Villamayor de Santiago. «Todo el
pueblo pasó por ellas» o bien en el ámbito educativo, o en el formativo, o en
la catequesis. «Eso creó un caldo de cultivo» del que el párroco conquense se
considera «heredero», por el que se siente «afortunado», ya que esa huella se
nota en la vida diaria de la parroquia. «La gente está muy comprometida a nivel
sacramental, social, pastoral», y, sobre todo, es «muy sensible» a cualquier
iniciativa en beneficio de la parroquia. «El cura pide la asistencia a un acto
por un motivo concreto y Villamayor responde», asegura el sacerdote, que tiene
34 años y lleva año y medio destinado en el pueblo.
Algo
así sucedió en la clausura del Año de la Misericordia, que congregó en la
parroquia a cerca de mil personas, es decir, a un tercio de todos los
habitantes del pueblo. «La gente se volcó. Influyó mucho que nuestras monjas
tuvieran de apellido la misericordia. Habían educado al pueblo en ese
tacto, en esa finura, en esa sensibilidad que hace a uno darse cuenta de que la
misericordia tiene que ser como las venas que recorren todo el pueblo».
Pero
en Villamayor de Santiago, la misericordia no solo se vive a nivel litúrgico.
También ilumina la pastoral de la parroquia, donde hay un grupo de visitadores
de enfermos. «Muy raro es el enfermo que, antes de presentarse ante Dios, no ha
sido visitado por el grupo de enfermos y no ha sido auxiliado por los
sacramentos», reconoce García Coronado.
Colecta vecinal
El
compromiso del pueblo ha quedado también demostrado, según el sacerdote, en «la
rehabilitación del templo en el que nos encontramos», explica a Alfa y
Omega. El tejado de la iglesia del convento amenazaba con caerse y, en el
interior, las humedades habían hecho estragos. Por otro lado, «Villamayor ya
tiene una parroquia, que es impresionante tanto por fuera como por dentro. A
pesar de ello, la gente consideraba la iglesia conventual tan de ellos, les
había marcado tanto la existencia», que apostaron por su rehabilitación. «Esto
no se nos puede hundir.
Aquí
nos han educado, aquí hemos celebrado los sacramentos, aquí nos han enseñado a
rezar, aquí nos han catequizado», parafrasea a sus feligreses el sacerdote.
«Nadie se privó de colaborar», asegura Alberto, y entre todos, sacando el
dinero de su propio bolsillo, lograron reunir 116.000 euros, que, junto con los
37.000 que aportaron la diputación y el Obispado de Cuenca, sirvieron para la
rehabilitación del edificio.
Apoyo del alcalde
Uno
de los villamayorenses que se rascó el bolsillo –a nivel personal– para
colaborar en el lavado de cara de la iglesia conventual del pueblo fue su
alcalde, José Julián Fernández, que pertenece al PSOE y que lleva como regidor
22 años.
El
responsable de la corporación municipal está «deseando» que el convento «vuelva
a tener monjitas». Para nosotros, explica, «que nuestro convento tenga vida es
fundamental y es bueno. Estamos hechos a vivir con nuestras religiosas,
llevamos 500 años haciéndolo. Un pueblo que tenga monjas, para mí, es un pueblo
más grande».
Fernández
es optimista con la posible llegada de otra comunidad de religiosas que ocupen
el espacio dejado por las Franciscanas Hijas de la Misericordia. Incluso
propone distintas posibilidades de subsistencia para las futuras monjas. «A la
huerta se le podría sacar algún rendimiento, podrían hacer dulces, o crear un
curso de confección del que podría salir una empresa regentada por las
religiosas y que contrataran gente de fuera». Así, «a la vez que se creaban
puestos de trabajo, se podría mantener el convento y las monjitas estarían
dando un servicio a la sociedad y estarían también dando cercanía con la
Iglesia».
José
Calderero
Fuente:
Alfa y Omega