Algunos
nunca se independizan, hay quienes lo hacen sólo físicamente...
La
madurez es un proceso que, como resultado de una extensa búsqueda tiene que dar
lugar al compromiso, es decir, a la elección de un camino en la vida, por ejemplo,
para poder elegir una profesión o una pasión, para encontrar un compañero de
vida, para fundar una familia.
Es por eso que los adolescentes rechazan la
casa, necesitan salir y separarse de ella para crear algo suyo, algo
nuevo, construir su identidad. Están tratando de asumir la responsabilidad de
la apariencia y la forma de su vida.
Todo
está bien si quieren y son capaces de hacerlo. Peor es cuando vemos a los
adultos que siguen atrapados en este proceso dando vueltas y vueltas sin saber
seguir adelante para iniciar una vida independiente.
Tales
personas se quejan de la falta de desarrollo y autonomía de pensamiento, de la
falta de sentimiento y acción, de la incapacidad para afrontar retos y
aprovechar todo su potencial, del sufrimiento, de las dificultades para
encontrarse en el mundo, de sentimiento de la inutilidad, de la temporalidad,
de sentirse insignificantes, de la dificultad de establecer relaciones
duraderas.
La
separación proporciona la posibilidad de abandonar el hogar familiar, no sólo
físicamente, sino también emocionalmente. Es la capacidad de existir como
una persona, de tener una vida mental propia, de tener opiniones propias,
sentimientos, deseos, sueños propios. Significa vivir por cuenta propia,
en libertad y con el sentido de la responsabilidad. Es la capacidad de
reformular la relación con los padres, para que se pueda desarrollar según las
normas de apoyo mutuo.
Algunos
nunca se van de casa. Hay quienes lo hacen físicamente, pero
emocionalmente siguen en el diálogo con los padres. Las razones de esto son
variadas, pero a menudo se refieren a la interferencia en la relación entre
padres e hijos, por ejemplo: una relación demasiado cercana, simbiótica con el
niño – el hijo puede llegar a sustituir a la pareja de uno de los padres, falta
de atención suficiente, de la aceptación y de la atención cuando el hijo
empieza a separarse, la dificultad por parte de los padres de dejarles a los
hijos salir al mundo y reconocer que ya no son pequeños ni torpes, y dejarles
hacer las cosas por sí solos, la falta de límites claros y exigencias por parte
de los padres, lo que puede impedirle al hijo la posibilidad de rechazar una
actitud inmadura: “estaré haciendo lo que me gusta”, y también puede impedirle
tener más fuerza de voluntad para asumir la responsabilidad y el esfuerzo.
Estos
trastornos de los lazos, así como la incapacidad para acabar y despedirse del
pasado y construir una nueva relación con los padres, pueden dar lugar a
diferentes actitudes, no del todo verdaderas.
Algunas
personas pueden vivir con un sentido de idealización: “cuán grande fue su
infancia y sus padres tan buenos”. Niegan las situaciones reales que
sucedieron y la diversidad de sentimientos vividos hacia los padres,
especialmente aquellos considerados como ejemplos negativos, por ejemplo: la
rabia, la ira, la tristeza.
Estos
son a menudo los hijos criados en la lealtad hacia los padres sin derecho a
plantear objeciones ni mostrar la insatisfacción. Tienen miedo de irse y
sentir las cosas por sí solos porque creen que van a hacer daño a los padres.
Hay
también personas que parecen independientes, pero, en realidad, después de
rechazar a los padres no son capaces de tener una relación con nadie. Mantienen
la apariencia de ser autosuficientes. En su interior sufren mucho, sienten
la soledad, pero tienen miedo a la intimidad, y asumir que necesitan a otra
persona es humillante para ellos.
Hay
personas que viven con un sentimiento de injusticia, quejándose de forma
indirecta o manifiesta. Sintiendo que si no consiguieron ciertas cosas de sus
padres o del mundo esto es una excusa para la inacción o la impotencia. Las
fuentes de la maldad las suelen ver en el exterior, estando constantemente a la
espera de algo.
A
veces la ira hacia uno de los padres, quien claramente le habría herido, es tan
grande que la inacción en la vida o la destrucción se convierten en una forma
de represalia y de venganza. Si se piensa que “para llevarle la contraria
a mi madre (no me pondré la gorra y) me congelaré los oídos”. Se pierde entonces
de vista la realidad y el hecho de que uno se destruye su propia vida y no la
vida de los padres.
El
proceso de separación es a menudo un reto difícil, pero muy importante en el
proceso de maduración. Es necesario abandonar las pretensiones y los
juicios, para tratar de entender por qué nuestros padres fueron de una manera y
no de otra. Tal vez ellos tampoco estaban equipados emocionalmente por sus
padres.
Y
no se trata de suavizar ni borrar las injusticias vividas. La idea es equilibrar
la manera de percibirles y reconocer que eran sólo humanos y que dieron lo que
pudieron. Se trata de ser conscientes de que podemos tener sentimientos
diferentes a los suyos, tanto los buenos, como los malos.
Hay
que llorar y dejar lo que era molesto y devastador para que no nos siga
envenenando. Y hay que darse cuenta de que, aunque no todo puede ser
recuperado y reparado, quedan espacios que pueden ser abordados y atendidos.
¿Esto
puede hacerlo uno mismo? Es posible con el apoyo de los seres queridos,
quienes nos aceptan, nos quieren, pero al mismo tiempo saben exigir y poner
límites. Reconocer que nada viene sin esfuerzo y sin compromiso es a
menudo un trabajo laborioso.
Puede
resultar útil hacer terapia, para en compañía de un profesional poner
nombre, experimentar, reformular y cambiar lo que no nos deja avanzar en la
vida. A veces el proceso de curarse de una lesión tarda mucho tiempo y requiere
paciencia y perseverancia, pero conduce a una situación de reclamar el propio
“yo”, y por lo tanto la propia vida.
Dominika Wernio
Fuente: Aleteia