Entrevista al Prelado del Opus Dei, monseñor Fernando Ocáriz, publicada
por la revista Palabra
Tras el fallecimiento de
Mons. Javier Echevarría, que ha dirigido el Opus Dei desde 1994, el 23 de enero
fue elegido y nombrado nuevo Prelado por el Papa Francisco el hasta entonces
“número 2” de la Prelatura, el sacerdote español Fernando Ocáriz Braña.
Transcurridas poco más de dos semanas desde entonces, Mons. Ocáriz ha concedido a Palabra esta amplia
entrevista.
El objetivo acordado era
dedicar buena parte de la entrevista a acercar al lector la persona de Mons.
Fernando Ocáriz.
El nuevo Prelado del Opus Dei lo ha cumplido fielmente,
superando su notable reticencia a centrar la conversación en sí mismo. La
reserva es parte de su carácter, como la sobriedad expresiva, aunque no le
faltan cordialidad ni apertura. Por lo que se refiere a la sesión fotográfica,
fue para él un deber poco grato pero asumido con buen humor.
El encuentro tiene lugar
en la sede de la Curia de la Prelatura del Opus Dei, el edificio donde vivieron
y trabajaron san Josemaría Escrivá, el beato Álvaro del Portillo y Javier
Echevarría. Aunque Fernando Ocáriz pasó al primer plano del gobierno de la Obra
en 1994, cuando fue nombrado vicario general (desde 2014 era vicario auxiliar),
reside aquí desde hace 50 años, conoce cada detalle de la actividad del Opus Dei
y actúa en plena identificación con sus predecesores.
Agradecemos al Prelado
esta entrevista, la primera de esta amplitud, apenas dos semanas después de su
elección y nombramiento el 23 de enero de 2017.
Primeros años
Usted nació en París en
1944, de una familia española. ¿Cuál era el motivo de que residieran en
Francia?
La guerra civil. Mi
padre era militar en el lado republicano. Nunca quiso contar detalles; pero
tengo entendido que, por su posición como comandante, tuvo ocasión de salvar a
gente, y dentro del mismo ejército republicano acabó por estar en una situación
arriesgada. Como no era partidario de Franco, pensó que convenía marcharse a
Francia, y aprovechó la cercanía de la frontera de una parte del ejército, y se
pasó allí, a través de Cataluña. Era veterinario militar, pero se había
dedicado sobre todo a la investigación en biología animal. No era lo que podría
considerarse un político, sino un militar y un científico.
¿Conserva algún recuerdo
de esa época?
Lo que sé de esa época
es por haberlo oído contar. Cuando la familia se marchó a Francia yo aún no
había nacido, y tampoco mi séptima hermana, la anterior a mí (no llegué a
conocer a mis dos hermanas mayores, que murieron siendo muy pequeñas, mucho
antes de que yo naciera). Los dos menores nacimos en París. Yo nací en octubre,
justo un mes después de la liberación por parte de las tropas americanas y las
francesas del general Leclerc.
¿Se hablaba de política
en casa?
No tengo recuerdos
acerca de París. Ya en España, se hablaba poco; más bien se hacían comentarios
sueltos y breves, no favorables, aunque no violentos, al régimen de Franco. De
todos modos hay que reconocer que, a partir de esa época, mi padre y la familia
llevaron una vida pacífica: mi padre fue readmitido más adelante en un centro
oficial de investigación, dependiente del Ministerio de Agricultura, en Madrid,
donde trabajó hasta la jubilación.
¿Y de religión? ¿Recibió
la fe en la familia?
Recibí la fe
fundamentalmente en la familia, sobre todo de mi madre y mi abuela materna, que
vivía con nosotros. Mi padre era una persona muy buena, pero en aquella época
estaba bastante alejado de la religión. Con el tiempo volvería a la práctica
religiosa, y llegó a ser supernumerario del Opus Dei. En el hogar familiar
aprendí lo básico de la vida de piedad.
De París, volvieron a
España.
Yo tenía entonces tres
años, y sólo conservo un vago recuerdo, como una imagen grabada en la memoria,
del viaje en tren de París a Madrid.
¿En qué colegio estudió?
En Areneros, el colegio
de los jesuitas. Allí estuve hasta el final del bachillerato. Era un colegio
bueno y con una disciplina bastante seria. A diferencia de lo que he oído
contar de otros colegios de la época, jamás vi a un jesuita pegarle a nadie, en
los ocho años que estuve allí. Es algo que me suscita agradecimiento. Me
acuerdo de bastantes profesores, sobre todo de los de los últimos años; por
ejemplo, en el último curso tuvimos como profesor de matemáticas a un laico y
padre de familia, de apellido Castillo Olivares, una persona verdaderamente
valiosa, a la que admirábamos mucho.
Encuentro con el Opus
Dei
Estudió la carrera de
Ciencias Físicas en Barcelona. ¿Cuál fue el motivo del traslado?
En realidad, el primer
año de la Universidad lo hice en Madrid. Era el “selectivo”, que introducía a
todas las ingenierías y facultades de ciencias. Había sólo cinco asignaturas,
comunes a todas esas carreras: matemáticas, física, química, biología y
geología. Éramos un curso muy numeroso; varios grupos, cada uno de más de cien
alumnos.
Ese primer año tuve de
profesor de matemáticas a don Francisco Botella [catedrático, sacerdote y
uno de los primeros miembros del Opus Dei]. Cuando después se enteró de que yo
era de la Obra y de que pensaba estudiar Físicas, me dijo: “¡Cómo haces
Físicas! ¿Por qué no haces Matemáticas? Si quieres ganar dinero, hazte
ingeniero; pero si es porque te interesan las ciencias, ¿por qué no estudias
Matemáticas?”.
Cuando fui a Barcelona
ya era miembro del Opus Dei. Viví en el Colegio Mayor Monterols, donde
compatibilicé los estudios de Física con la formación teológica y espiritual
que reciben las personas que se incorporan a la Obra.
¿Cuándo conoció el Opus
Dei?
Por conversaciones entre
mis hermanos mayores y mis padres, yo había oído la expresión “Opus Dei” siendo
muy pequeño. Aunque no tenía ni idea de lo que era, esa palabra me resultaba
familiar.
Estando en quinto de
bachillerato, fui a un centro de la Obra que estaba en la calle Padilla número
1, esquina con Serrano, y por eso se llamaba “Serrano”; ya no existe. Fui pocas
veces. Me gustaba el ambiente y lo que se decía, pero en el colegio ya teníamos
actividades espirituales y quizá no acababa de ver la necesidad. También fui
alguna vez a jugar al fútbol con los de “Serrano”.
Más adelante, en el
verano de 1961, después del bachillerato y antes de la universidad, mi hermano
mayor, que trabajaba como ingeniero naval en uno de los astilleros de Cádiz, me
invitó a pasar unas semanas allí con su familia. Muy cerca de su casa había un
centro del Opus Dei, y empecé a acudir. Estaba de director un marino e
ingeniero de armas navales que me animaba a que aprovechara el tiempo: ¡hasta
me dio un libro de química para estudiar, cosa que yo jamás había hecho en
verano! Allí se rezaba, se estudiaba, se charlaba y, entre una cosa y otra, fui
asimilando el espíritu del Opus Dei.
Acabó hablándome de la
posibilidad de tener vocación a la Obra. Yo reaccioné como hacen muchos,
diciendo: “No. En todo caso, como mi hermano, que es padre de familia”. Di
largas al tema, hasta que me decidí. Recuerdo el momento preciso: estaba oyendo
una sinfonía de Beethoven. Naturalmente, no es que me decidiera a causa de la
sinfonía, sino que coincidió que estaba oyéndola cuando me decidí, después de
haber pensado y rezado mucho. A los pocos días volví a Madrid.
Por tanto, ¿le gusta la
música?
Sí.
¿Cuál es su músico
preferido?
Quizá Beethoven. También
otros: Vivaldi, Mozart…, pero si hubiera que elegir uno, me quedaría con
Beethoven. La verdad es que desde hace años oigo muy poca música. No sigo un
plan preciso.
¿Le importaría describir
esa decisión de entrega a Dios?
No hubo un momento
preciso de “encuentro” con Dios. Ha sido una cosa natural, gradual, desde que
era pequeño y me enseñaron a rezar. De una manera progresiva me fui luego
acercando a Dios en el colegio; allí teníamos la oportunidad de recibir la
comunión diariamente, y pienso que eso ayudó a que la decisión posterior de
hacerme de la Obra fuera relativamente rápida. Pedí la admisión en la Obra
cuando me faltaba un mes para cumplir 17 años, por lo que me incorporé ya con
18.
¿Qué podría contar de
los años de Barcelona?
En Barcelona estuve
cinco años, dos como residente en ese centro de estudios y tres como parte de
la dirección del Colegio Mayor. Allí estudié los otros cuatro años de carrera,
y luego seguí un año más dando clases en la Facultad como ayudante. Todos los
recuerdos de Barcelona son estupendos: de amistad, de estudio... Un recuerdo
especial son las visitas que hacíamos a pobres y enfermos, como es tradición en
la Obra. Muchos de los universitarios que acudíamos nos dábamos cuenta de que
el contacto con la pobreza, con el dolor, ayuda a relativizar los propios
problemas.
¿Cuándo conoció a san
Josemaría Escrivá? ¿Qué impresión le produjo?
El 23 de agosto de 1963.
Fue en Pamplona, en el Colegio Mayor Belagua, durante una actividad formativa
de verano. Tuvimos con él una tertulia muy larga, por lo menos de hora y media.
Me produjo una impresión estupenda. Me acuerdo que, después, comentamos entre
varios que habría que ver al Padre –así llamábamos al fundador– mucho más
frecuentemente.
Llamaba la atención su
simpatía y su naturalidad: no era una persona solemne, sino natural, de buen
humor, que contaba anécdotas con frecuencia; y a la vez decía cosas muy
profundas. Era una síntesis admirable: decir cosas profundas con sencillez.
Lo volví a ver poco
después, creo que al mes siguiente. Fui a pasar unos días en Madrid, y
coincidió que el Padre estaba en Molinoviejo, así que fuimos a verle desde
varios lugares.
En ninguna de esas
ocasiones llegué a hablar con él personalmente. Luego, aquí en Roma sí, claro:
muchas veces.
Cincuenta años en Roma
A Roma se traslada en
1967...
Vine para realizar los
estudios teológicos, y también conseguí una beca del gobierno italiano para
investigar en Física durante el curso 1967-1968, en la Universidad La
Sapienza. En realidad, de investigación pude hacer poco, lo indispensable
exigido por la beca. Cuando vine, no tenía expresamente la perspectiva de
seguir una carrera académica en Teología. Las cosas fueron rodando solas. No
tenía planes en ese sentido.
Su ordenación sacerdotal
fue en 1971.
Sí. Me ordené el 15 de
agosto de 1971, en la basílica de San Miguel, en Madrid. El obispo ordenante
fue don Marcelo González Martín, todavía obispo de Barcelona, poco antes de
trasladarse a Toledo.
Decían, en broma, que en
la promoción éramos cuatro franceses: dos eran franceses “completos”, Franck
Touzet y Jean-Paul Savignac; luego estábamos Agustín Romero, español que estaba
en Francia desde hacía muchos años; y finalmente yo, que había nacido en París
y vivido allí tres años.
No puedo decir que
hubiera sentido desde siempre la llamada al sacerdocio. Cuando vine a Roma
manifesté una disposición de principio, y luego dije abiertamente a san
Josemaría: “Padre, estoy dispuesto a ordenarme”. Me tomó del brazo, y me dijo,
entre otras cosas, más o menos: “Me das mucha alegría, hijo mío; pero cuando
sea el momento tienes que hacerlo con total libertad”. Esa conversación fue en
la Galleria della Campana, pienso que al terminar alguna de las tertulias
que entonces teníamos con él con mucha frecuencia.
¿Recibió en España
alguna tarea pastoral, tras la ordenación?
No. Tres días después de
la ordenación dije la primera misa solemne en la basílica de San Miguel, e
inmediatamente volví a Roma. Aquí había colaborado antes en las actividades de
apostolado con jóvenes en Orsini, que entonces era un centro para
universitarios, dando clases de formación cristiana y participando en otras
actividades.
Siendo ya sacerdote, en
Roma, colaboré varios años en la parroquia del Tiburtino (San Giovanni Battista
in Collatino), y después en la de Sant’Eugenio; atendí sacerdotalmente
varios centros de la Obra, tanto de mujeres como de hombres; y trabajaba aquí
en las oficinas de la sede central. En fin, una trayectoria normal.
Se sabe que le gusta el
tenis. ¿Cuándo adquirió la afición?
Empecé con el tenis
relativamente pronto, en Barcelona. Me enseñó mucho un italiano, Giorgio
Carimati, ahora sacerdote y ya anciano, que entonces jugaba al tenis muy bien;
en Italia había sido casi profesional. Pero ha habido idas y venidas con lo del
tenis, porque me lesioné el codo derecho y algunas épocas me dediqué a la
bicicleta. Ahora procuro practicarlo; intento jugar todas las semanas. Pero no
siempre es posible, por el clima, por las ocupaciones, etc.
¿Juegan partidos…“de
verdad”, a ganar?
Sí, claro. En cuanto a
ganar, depende de con quién juegue.
¿Le gusta leer?
Sí, pero no hay mucho
tiempo… No tengo un autor preferido. He leído también clásicos. Por la falta de
tiempo he tardado años en terminar algunos libros grandes; hace ya bastante
tiempo tardé un año en acabar Guerra y paz. De Teología he tenido que leer
mucho, porque he dado clases hasta el año 1994, y porque también para la
Congregación para la Doctrina de la Fe tengo que estudiar temas teológicos.
En lo teológico, ha
estudiado aspectos centrales del espíritu del Opus Dei como la filiación
divina. ¿Considera necesario ahondar en esas reflexiones?
Ya se ha hecho mucho en
ese campo. Lo que hay que hacer es continuar, y habrá que hacerlo siempre. El
espíritu del Opus Dei es, solía decir el filósofo y teólogo Cornelio Fabro, “el
Evangelio sine glossa”. Es el Evangelio, puesto en la vida ordinaria;
siempre hay que profundizar más.
En ese sentido, no es
que haya ahora una nueva época, porque ya se ha hecho muchísimo. Basta leer,
por ejemplo, los tres “tomazos” de Ernst Burkhart y Javier López titulados Vida
cotidiana y santidad.
En un artículo en esta
revista, hablando de Mons. Javier Echevarría, ha usado la expresión “fidelidad
dinámica”. ¿Con qué significado?
La expresión “fidelidad
dinámica” no es una originalidad, ni mucho menos. Se trata de lo que afirmó
expresamente san Josemaría: cambian los modos de decir y de hacer,
permaneciendo intocable el núcleo, el espíritu. No es asunto de ahora. Una cosa
es el espíritu, y otra es la materialidad del funcionamiento en cosas
accidentales, que pueden ir cambiando con los tiempos.
La fidelidad no es pura
repetición mecánica; es aplicar la misma esencia a diversas circunstancias.
Muchas veces es preciso mantener también lo accidental, y otras veces
cambiarlo. De ahí la importancia del discernimiento, sobre todo para conocer
cuál es el límite entre lo accidental y lo esencial.
¿Qué parte tuvo en el
nacimiento de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz?
No tuve nada que ver en
lo jurídico o institucional. Simplemente fui uno de los primeros profesores.
Había sido profesor en el Colegio Romano de la Santa Cruz durante bastantes
años, en conexión con la Universidad de Navarra, y desde 1980 hasta 1984 di
clases en la Pontificia Universidad Urbaniana; como tenía también las
publicaciones suficientes, la autoridad competente de la Santa Sede consideró
mi cualificación adecuada para entrar directamente como profesor ordinario.
Fuimos tres los que entramos como ordinarios, en esas condiciones: Antonio
Miralles, Miguel Ángel Tabet y yo.
¿Quiénes han sido sus
maestros, en lo intelectual?
En Filosofía, Cornelio
Fabro y Carlos Cardona. En Teología, no sabría decir uno concreto. Por una
parte, están santo Tomás de Aquino, san Agustín, y Joseph Ratzinger más tarde.
Pero sobre todo señalaría a san Josemaría Escrivá: en otro nivel distinto,
lógicamente, no académico; pero sí por su profundidad y originalidad. Si
hubiera que poner uno en lo teológico, sería él.
Recuerdos de tres papas
¿Cuándo conoció a san
Juan Pablo II?
En una de las reuniones
multitudinarias con el clero en el Vaticano, al inicio del pontificado. Luego
le vi en bastantes ocasiones, y acompañando a Mons. Javier Echevarría comí con
él algunas veces, junto con tres o cuatro personas más.
También almorcé con él
otras dos veces, por razón del trabajo en la Congregación para la Doctrina de
la Fe.
En la primera ocasión,
tuvimos una reunión en el apartamento pontificio en la que estaban, además del
Papa, el Secretario de Estado, el Sustituto, el cardenal Ratzinger como
Prefecto, y tres consultores. Después de un buen rato de reunión, fuimos al
comedor las mismas personas, y durante la comida cada uno iba dando su parecer,
por orden, sobre el asunto que se trataba. Mientras tanto, esta vez y también
la segunda, el Papa fundamentalmente escuchaba. Al principio pronunció unas
palabras de agradecimiento por nuestra presencia, luego dijo al cardenal
Ratzinger que dirigiera la reunión, y al final él hizo un resumen sintético y
de valoración de conjunto de lo que había oído.
Creo que fue en la
segunda ocasión cuando, tras escuchar y agradecer todo lo que se había
expuesto, llevándose la mano al pecho, dijo: “Pero la responsabilidad es mía”.
Se vio que realmente aquello le pesaba.
Y a Benedicto XVI, ¿cuándo
lo conoció?
Conocí al cardenal
Ratzinger cuando fui nombrado consultor de la Congregación para la Doctrina de
la Fe, en 1986. Luego coincidí con él con alguna frecuencia, en reuniones con
pocas personas. Otras muchas veces he ido a verle para diversos asuntos.
¿Recuerda alguna
anécdota de esos encuentros?
Un detalle percibí
siempre en él: escuchaba mucho, y nunca era él quien daba por terminadas las
entrevistas.
Recuerdo varias
anécdotas. Por ejemplo, cuando el famoso affaire de Lefebvre, yo
estuve en las conversaciones con el obispo francés, si no recuerdo mal, en
1988. En una reunión participaban el cardenal Prefecto Ratzinger, el Secretario
de la Congregación, el mismo Lefebvre con dos consejeros, y uno o dos
consultores más de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lefebvre había
aceptado, pero luego se echó para atrás. Estando yo un momento solo con
Ratzinger, le salió del alma decir con pena: “¡Cómo no se dan cuenta de que sin
el Papa no son nada!”.
Como Papa, pude
saludarle varias veces, pero no tener propiamente una conversación. Después de
su renuncia le he visto en dos ocasiones, acompañando a Mons. Echevarría al
sitio donde vive ahora: le noté muy cariñoso, anciano pero con la mente
plenamente lúcida.
Ya que ha mencionado el
problema de los lefebvrianos, ¿le ve salida?
No he tenido contactos
desde las últimas reuniones teológicas con ellos, de hace poco tiempo, pero por
las noticias que hay, parece que podría estar próximo a arreglarse.
¿Cuándo conoció al Papa
Francisco?
Le conocí en Argentina,
cuando era obispo auxiliar de Buenos Aires. Yo acompañaba a Mons. Javier
Echevarría. Volví a verle en 2003, cuando ya era cardenal arzobispo. Causaba la
impresión de ser una persona seria, amable, cercana a las preocupaciones de la
gente. Luego su rostro ha cambiado: ahora lo vemos con esa sonrisa continua.
Siendo Papa le he visto
varias veces. Ayer recibí una carta suya. Yo le había mandado una carta
agradeciendo el nombramiento, la prontitud con que lo llevó a cabo y el detalle
de una imagen de la Virgen que me mandó ese día. Y me ha contestado con una
carta muy bonita en la que, entre otras cosas, me pide que rece por él, como
siempre hace.
Prioridades
En su primer día como
Prelado, se refirió a tres prioridades actuales del Opus Dei: juventud, familia
y personas necesitadas. Empecemos por la juventud.
En la labor del Opus Dei
con la gente joven se comprueba cómo la juventud de hoy –al menos, buena parte–
responde con generosidad a los ideales grandes, por ejemplo a la hora de
involucrarse en actividades de servicio a los más desfavorecidos.
Al mismo tiempo se
percibe en muchos una falta de esperanza, por la ausencia de ofertas laborales,
por problemas familiares, por una mentalidad consumista o por distintas
adicciones que oscurecen esos ideales grandes.
Es preciso favorecer que
los jóvenes se hagan preguntas profundas que, en realidad, sólo encuentran
plena respuesta en el Evangelio. Un reto, por tanto, es acercarles al
Evangelio, a Jesucristo, ayudarles a descubrir su atractivo. Ahí encontrarán
motivos para sentirse orgullosos de ser cristianos, para vivir la fe con
alegría y para servir a los demás.
El desafío es
escucharlos más, entenderlos mejor. En esto juegan un papel principal los
padres, los abuelos y los educadores. Es importante tener tiempo para los
jóvenes, estar de su lado. Dar cariño, derrochar paciencia, ofrecer compañía y
saber plantearles retos exigentes.
¿Cuál es, en su opinión,
la prioridad para la familia?
Desarrollar lo que el
Papa Francisco ha llamado “el corazón” de Amoris Laetitia, es decir, los
capítulos 4 y 5 de la exhortación apostólica, sobre los fundamentos y el
crecimiento en el amor.
En nuestros días se hace
necesario redescubrir el valor del compromiso en el matrimonio. Podría parecer
más atractivo vivir alejado de cualquier tipo de vínculo, pero una actitud así
suele terminar en la soledad o en el vacío. En cambio, comprometerse es utilizar
la libertad a favor de un empeño valioso de gran alcance.
Además, para los
cristianos, el sacramento del matrimonio da la gracia necesaria para hacer
fructífero ese compromiso, que no es cosa sólo de dos, pues Dios está por
medio. Por eso, es importante ayudar a redescubrir la sacramentalidad del amor
matrimonial, especialmente en el periodo de preparación al matrimonio.
En los viajes pastorales
acompañando a Mons. Echevarría, ha conocido muchas iniciativas en favor de
personas desfavorecidas. ¿Ha visto de cerca esa necesidad?
Es impresionante la
pobreza en el mundo. Hay países que tienen, por un lado personas de altísimo
nivel, científicos, etcétera, pero también una tremenda miseria, que conviven
juntas en grandes ciudades. En otros lugares, te encuentras con una ciudad que
parece Madrid o Londres y, a pocos kilómetros, con barriadas de una miseria
material impresionante, que forman alrededor de la ciudad todo un cordón de
chabolas. El mundo es distinto de unos sitios a otros. Pero lo que impresiona
en todas partes es la necesidad de servir a los demás, de que la Doctrina
Social de la Iglesia vaya haciéndose realidad.
¿En qué sentido son las
personas necesitadas una prioridad para la Iglesia y, como tal, para el Opus
Dei?
Son una prioridad porque
están en el centro del Evangelio y porque son amadas de un modo especial por
Jesucristo.
En el Opus Dei hay como
un primer aspecto más institucional: el de las iniciativas que personas de la
Prelatura promueven con otras personas para paliar necesidades concretas del
momento y del lugar en que viven, y a las que la Obra presta asistencia
espiritual. Algunos casos concretos y recientes son, por ejemplo, Laguna,
en Madrid, una iniciativa sanitaria para atender a personas que necesitan
cuidados paliativos; Los Pinos, un centro educativo situado en una zona
marginal de Montevideo, que promueve el desarrollo social de los jóvenes; o el Iwollo
Health Clinic, un dispensario médico que ofrece atención gratuita a cientos de
personas de zonas rurales de Nigeria. Esas y otras muchas obras similares
deberían continuar y crecer porque el corazón de Cristo lleva a eso.
La otra vertiente, más
profunda, es ayudar a que cada fiel de la Prelatura y cada persona que se
acerca a sus apostolados descubra que su vida cristiana es inseparable de la
ayuda a los más necesitados.
Si miramos a nuestro
alrededor, en nuestro lugar de trabajo, en la familia, encontraremos tantas
ocasiones: ancianos que viven en soledad, familias que atraviesan dificultades
económicas, pobres, parados de larga duración, enfermos del cuerpo y del alma,
refugiados… San Josemaría se volcaba en el cuidado de los enfermos, pues veía
en ellos la carne sufriente de Cristo redentor. Por eso solía referirse a ellos
como “un tesoro”. Son dramas que encontramos en la vida ordinaria. Como decía
la Madre Teresa de Calcuta, ahora santa, “no hace falta ir a la India para
atender y dar amor a los demás: se puede hacer en la misma calle en la que
vives”.
En la sociedad actual la
evangelización plantea nuevos retos, y el Papa recuerda que la Iglesia está
siempre "en salida". ¿De qué manera participa el Opus Dei de esta
invitación?
El Papa llama a una
nueva etapa evangelizadora, caracterizada por la alegría de quienes, habiendo
encontrado a Jesucristo, se ponen “en salida” para compartir este don entre sus
iguales.
Sólo puede dar verdadera
alegría quien tiene experiencia personal de Jesucristo. Si un cristiano dedica
tiempo a su trato personal con Jesús, podrá dar testimonio de fe en medio de
las actividades ordinarias, y ayudar a descubrir ahí la alegría de vivir el
mensaje cristiano: el obrero con el obrero, el artista con el artista, el
universitario con el universitario…
Las personas del Opus
Dei -con todos nuestros defectos- deseamos contribuir a la edificación de la Iglesia
desde el propio lugar de trabajo, en la propia familia… esforzándonos por
santificar la vida ordinaria. Muchas veces se tratará de ámbitos profesionales
y sociales que todavía no han experimentado la alegría del amor de Dios y que,
en este sentido, son también periferias a las que es necesario
llegar, de uno a uno, de persona a persona, de igual a igual.
Una preocupación
generalizada en la Iglesia son las vocaciones. ¿Qué aconsejaría, a partir de la
experiencia del Opus Dei?
En el Opus Dei se
experimentan las mismas dificultades que todos en la Iglesia, y pedimos al
Señor, que es el “dueño de la mies”, que envíe “trabajadores a su mies”. Quizá
un reto especial es fomentar la generosidad entre los jóvenes, ayudándoles a
comprender que la entrega a Dios no es sólo renuncia sino don, regalo que se
recibe y que hace feliz.
¿Cuál es la solución?
Me
viene a la cabeza lo que decía el fundador del Opus Dei: “Si queremos ser más,
seamos mejores”. La vitalidad en la Iglesia no depende tanto de fórmulas
organizativas, nuevas o antiguas, sino de una apertura total al Evangelio, que
lleva a un cambio de vida. Tanto Benedicto XVI como el Papa Francisco han recordado
que son sobre todo los santos los que hacen la Iglesia. Por tanto, ¿queremos
más vocaciones para toda la Iglesia? Esforcémonos más por corresponder
personalmente a la gracia de Dios, que es quien santifica.
Desde su elección ha
pedido con frecuencia oraciones por la Iglesia y por el Papa. ¿Cómo fomentar
esa unidad con el Santo Padre en la vida de las personas corrientes?
Me pide un consejo.
Todos los que han saludado personalmente al Papa Francisco, y desde el 2013
habrán sido miles, han escuchado esta petición:“Rece por mí”. No es una
frase hecha. Ojalá en la vida de un católico no falte cada día un pequeño gesto
por el Santo Padre, que lleva mucho peso encima: recitar una oración sencilla,
realizar un pequeño sacrificio, etc. No se trata de buscar cosas difíciles,
sino algo concreto, diario. A los padres y madres de familia les animo también
a que inviten a sus hijos, desde pequeños, a rezar una breve oración por el
Papa.
Alfonso Riobó // Revista Palabra
Fuente: Opus Dei