«No he venido a abolir a Ley y los Profetas, sino a dar plenitud»
En el sermón de la montaña, que leemos en estos
domingos, Jesús afirma que no ha venido a abolir la Ley y los Profetas sino a
dar plenitud. Para un no judío, estas palabras podían resultar extrañas; para
un judío resultaban escandalosas. La Ley, dada por Dios a Moisés, era la norma
de vida de Israel. Y los Profetas, sus intérpretes más autorizados.
Dar plenitud
a algo significa que está inacabado, sin la debida perfección. Y esto, insisto,
resultaba inaceptable para un judío. Por eso, a continuación Jesús afirma,
dirigiéndose a los suyos: «si vuestra justicia no es mayor que la de los
escribas y fariseos no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20).
Y para explicar en qué consiste esa justicia superior que él propone, Jesús comenta los preceptos de la Ley de Moisés, añadiéndoles su propia interpretación, es decir, llevándolos a su plenitud. Sirviéndose de la contraposición: «Habéis oído que se os dijo… pero yo os digo», no deja ninguna duda sobre su autoridad para llevar a plenitud la Ley. Porque detrás del «habéis oído que se os dijo» se esconde ni más ni menos que la autoridad de Dios y de Moisés. Es fácil sacar la consecuencia de esto: Jesús se arroga la misma autoridad de Dios para interpretar la Ley y explicar su último significado.
«No matarás», decía la Ley. Jesús dice: «Todo el que
se deja llevar de la ira contra su hermano será procesado». «No cometerás
adulterio», decía la Ley. Jesús afirma: «Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón». Y así comenta
diversos preceptos de la Ley.
Es obvio que, al escuchar esto, un piadoso judío tenía
que preguntarse: ¿Quién es éste que se atreve a corregir a Moisés, nuestro
legislador? ¿Qué autoridad posee? Y sólo había dos respuestas posibles a estos
interrogantes: O Jesús es un blasfemo —así fue condenado por el alto tribunal
judío—, o tiene una autoridad superior a la de Moisés, es decir, la autoridad
de Dios. Tocamos la cuestión central del cristianismo, que nos introduce en la
conciencia que Jesús tenía de sí mismo, expresada en la afirmación de la que
partíamos: «No he venido a abolir a Ley y los Profetas, sino a dar plenitud».
Para que el lector no deduzca de esto que Jesús no valoraba la tradición de
Israel, basta recordar sus palabras en el mismo sermón de la montaña: «El que
se salte uno de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los
hombres será el menos importante en el reino de los cielos, pero quien los
cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos». Jesús valora la Ley, la
conoce y medita; y, sobre todo, la cumple. Pero revela toda la riqueza que
lleva en su interior, y en este sentido da cumplimiento a la Ley. Si puede
hacer esto es porque él mismo es la Palabra autorizada del Padre, la sabiduría
encarnada, que ha venido a desvelar lo que, en la primera alianza, estaba aún
escondido. Por eso, en el prólogo de Juan, se dice que «la Ley se dio por medio
de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo» (Jn
1,17).
Nada de lo que venimos diciendo hubiera quedado por
escrito, si los testigos de la vida y enseñanza de Jesús, que —no lo olvidemos—
eran judíos, no hubieran llegado a la convicción de que Jesús tenía conciencia
de su ser divino. Y llegaron a esta convicción porque el mismo Jesús les reveló
poco a poco, con magistral sabiduría, su propia conciencia personal. En sus
palabras y gestos, Jesús se reveló a sí mismo como aquel que llevaba a plenitud
todas las cosas, que daba sentido a la Ley y a los Profetas, porque era él
quien ya estaba presente en Moisés, y en los profetas. Como dice en Juan:
«antes de que Abrahán existiera, yo soy».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia