Nadie puede cumplir las bienaventuranzas sin mirar a Cristo y asumir su modo de vida, su carrera hacia la dicha eterna
Las bienaventuranzas de Mateo, que leemos en este domingo, inician el
sermón de la montaña que Jesús pronunció como un nuevo Moisés. Éste subió al
Sinaí para recibir la Ley; Jesús sube al monte para enseñar la novedad más
absoluta del Evangelio, la Gracia y la Verdad definitivas.
Las bienaventuranzas
no comienzan, como la ley antigua, diciendo lo que no debemos hacer: no son
preceptos de prohibición: No matarás, no mentirás, no adulterarás… Son
afirmaciones solemnes, positivas, enunciados de la felicidad que Cristo propone
a los suyos. Su lectura nos fascina, pero su realización nos atemoriza. Parece
que Cristo propone metas inalcanzables, realizaciones imposibles. No es así.
Propone la felicidad plena.
Eso sí: a contrapelo del mundo, que considera las
bienaventuranzas como moral de débiles, como consuelo para fracasados, que no
han conseguido triunfar en este mundo, donde reina el orgullo, la riqueza y
avaricia, la violencia y la lujuria, la risa de quienes pisotean a los pobres y
humillados.
Decía san Juan Crisóstomo que sólo los cristianos valoran las cosas en su
justa apreciación y tienen motivos muy distintos para alegrarse del resto de
los humanos. Dice que quien nunca ha practicado un deporte, cuando ve a un
atleta herido, llevando en su cabeza la corona de triunfador, sólo se fija en
las heridas y el sufrimiento que ha pasado para vencer. Sólo mira el dolor que
comporta la prueba. Se le ocultan las razones de su triunfo y la misma recompensa.
En las bienaventuranzas, incluso los cristianos, nos quedamos en la primera
parte de los enunciados: bienaventurados los pobres, los que sufren, los
pacíficos, los limpios de corazón, etc. Y nuestro hombre viejo se revuelve,
como si le acechara la muerte. Y así es. Jesús predica la muerte de lo viejo,
lo que no heredará el Reino de Dios: el dinero, el placer, la vida disoluta, la
inmisericordia, la injusticia. Todo eso está llamado a morir.
Hay que leer la bienaventuranza entera: el premio del vencedor que está en
la segunda parte: Los pobres poseerán el Reino; los que lloran el consuelo; los
sufridos, la tierra —se entiende la nueva, la renovada—; los hambrientos y
sedientos, la satisfacción; los misericordiosos, la misericordia; los limpios
de corazón, la visión de Dios; los pacificadores, el ser hijos de Dios; los
perseguidos por la justicia, el reino de los cielos; y los que sufran por
Cristo, la recompensa eterna. Esta es la corona del triunfo, que no ven quienes
se echan atrás ante la propuesta de ser felices. En realidad, nos echamos en
manos de una moral para cobardes y timoratos; o de una moral que se rinde ante
lo que ofrece un mundo viejo y caduco, llamado a desaparecer.
Olvidamos también que Cristo hace posible la realización de las bienaventuranzas.
San Agustín las comenta, en su tratado sobre la Virginidad, repitiendo, después
de cada una: imitad al que la cumplió. Tenemos un modelo insuperable: el
testimonio de Cristo, el más feliz de los hombres, que alcanzó la corona de la
inmortalidad y la incorrupción. Nadie puede cumplirlas sin mirar a Cristo y
asumir su modo de vida, su carrera hacia la dicha eterna.
Unidos a él,
entenderemos la exhortación de san Juan Crisóstomo: «Si ayunamos, saltemos de
gozo como si estuviéramos rodeados de delicias. Si nos ultrajan, dancemos con
alegría como si estuviéramos colmados de alabanza. Si sufrimos daños,
considerémoslo como una ganancia. Si damos a los pobres, convenzámonos de que
recibimos más. Ante todo, acuérdate de que combates por el Señor Jesucristo.
Entonces entrarás con ánimo en la lucha y vivirán siempre en la alegría, ya que
nada nos hace más felices que una buena conciencia»
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia