¿Mi actitud ante Dios
es el temor o el amor?
En esta segunda semana del
Adviento me adentro en el desierto. Hoy Juan grita en medio del desierto: “Una voz grita en el desierto: – Preparad
el camino del Señor, allanad sus senderos”. Este tiempo de Adviento me lleva a la
soledad del desierto. La frialdad y el calor del desierto.
Leía el otro día: “El que va solo al desierto a veces hace
muchos rodeos hasta que llega a lo esencial. El desierto es un lugar de encuentro con
Dios y con uno mismo”.
Quiero encontrarme con Dios
en el desierto particular en el que me adentro. Quiero buscar el silencio en estas semanas de preparación.
Quiero volverme hacia lo esencial de mi vida, mirar mi corazón, descubrir la
presencia de Dios en mí.
Quiero comprender al Dios de
mi historia. Comprender tantas cosas que a veces no comprendo. El porqué de tantas desgracias.
La razón de las injusticias. ¿Vale de algo rezarle a un Dios todopoderoso que
al final hace lo que quiere sin que mi oración influya? ¿Cómo tocar la
misericordia de Dios en mi vida, en mi desierto, cuando vivo desgracias y sufro
heridas?
En la cabeza lo tengo todo
claro. Conozco aparentemente a ese Dios
misericordioso. Pero luego mi corazón no entiende. Se rebela contra Dios. Lo desconoce. No toca su
mar de misericordias. No siente su abrazo inmenso. ¿Dónde me habla Dios con
fuerza en su amor que se abaja, que se hace niño y viene a mí? Quiero tocarlo.
Decía el padre José
Kentenich: “¿Cuál es mi experiencia personal de
Dios? ¿Mi
actitud fundamental ante Dios es el temor o el amor? Me refiero al temor o al amor como nota dominante, en
nuestra actitud personal”.
Creo que cada tiempo de
desierto es una nueva oportunidad que me da Dios para crecer en hondura, en
intensidad de vida, en amor. A veces, es necesario salir un poco de lo cotidiano. Eso es el
desierto.
Necesito salir para ver con
distancia mi camino. Para buscar en el alma esas nuevas corrientes que mueven
mi corazón y me llevan a lo alto, al encuentro con mi prójimo. Es una
oportunidad más para desprenderme de lo que está atado a mi alma y me pesa. Me
ata y me esclaviza.
Quiero crecer en profundidad.
Convertirme de corazón. Este es el grito de mi alma en el Adviento. El grito de
Juan en el Jordán: “Convertíos,
porque está cerca el reino de los cielos. Y acudía a él toda la gente de
Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los
bautizaba en el Jordán”.
Los que llegaban a Juan
confesaban sus pecados. Quieren cambiar de vida. Como yo tantas veces. Traen al
Jordán su pobreza y su debilidad. El desencanto de la vida. Quieren cambiar y
no saben cómo hacerlo. Dudan del cambio. Muchos llegan a escucharle.
¿Por qué se acercan a Juan
tantos hombres? Porque les habla de la verdad de sus vidas. Porque les anuncia
que Dios está cerca. Porque les muestra un camino de plenitud. Porque les habla de la
conversión del corazón. Y les dice que es posible.
Me gusta Juan. El hombre
íntegro. El hombre fiel que se entrega a su causa hasta el final. Cree sin
dudar desde el momento del abrazo de su madre a María. Allí fue bendecido. Y su
misión está unida a Jesús desde que nació. Su humildad lo hace grande.
Juan era un hombre de una
pieza, un hombre veraz. Su testimonio no es de palabra, es de obras. Juan no es
políticamente correcto. Es un hombre libre. No tiene miedo.
Llama la atención su forma de
vida: “Juan llevaba un vestido de piel de
camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y
miel silvestre”. Juan va a la
raíz. Desde su pobreza y sobriedad.
Les dice que es posible
cambiar si quieren hacerlo. Desea la conversión del corazón de todo el que se
acerca. Les recuerda que es posible volver a empezar después de haber tocado
fondo. Los invita a prepararse porque Dios está cerca y es necesario allanar la
tierra del corazón para su venida.
Juan es un hombre de Dios
exigente. Él vive su vida con exigencia. Practica lo que predica. Hay
coherencia en su vida. Y además es un hombre bueno.
Me recuerda lo que dice
Carlos de Foucauld: “Mi
apostolado debe ser el de la bondad. Viéndome deben decirse: ya que este hombre
es tan bueno, su religión deber ser buena y si me preguntan por qué soy manso y
bueno debo decir: porque soy el servidor de alguien que es más bueno que yo. Yo
quiero ser bastante bueno para que se diga: si así es el servidor, ¿Cómo debe
ser el maestro?”.
Viendo a Juan es posible
imaginar cómo sería Jesús. Juan es un hombre enamorado. Un hombre de Dios. Lo buscan porque
es veraz, porque está unido a Dios, porque les abre el corazón al cielo. Juan
era bueno. ¡Cómo tenía que ser entonces aquel al que él no era digno de
llevarle sus sandalias!
Yo quiero que mi corazón se
ensanche rompiendo las durezas que no le dejan amar. Quiero cambiar. Quiero
que sea Dios el que me rompa ese esqueleto duro que no me deja progresar. Que
renuncie a mis esquemas y me ponga en camino al encuentro del otro.
Quiero crecer rompiendo mis
límites. Dejando de escuchar esas voces que me dicen que no puedo hacerlo, que
no llego a la cima, que no lo voy a lograr.
Escucho la voz de Juan en mi
corazón. Sé que la concha en la que vivo se me queda pequeña. Quiero cambiar y
no lo logro.
A veces no quiero porque el
cambio me consume mucha energía. Pienso que a veces puedo ser infantil en mi
forma de vivir la fe. Tengo
esquemas aprendidos de pequeño y no los cambio. Pero no conozco a Jesús como es
de verdad. No lo
he tocado. No me ha tocado con su misericordia.
Ojalá este desierto del
Adviento sea una oportunidad para madurar, para recorrer un camino interior.
Decía el Padre Kentenich: “El viraje completo y la conversión
profunda en nuestra vida espiritual se operan por obra del Espíritu Santo. El giro de timón consiste en desplazar el
acento de las prácticas ascéticas exteriores hacia una intensificación de la
vida de oración y esperar más nuestra santidad como fruto de la acción de Dios. Hay que completar el viraje del
egocentrismo al teocentrismo”.
No se trata de abandonar las
cosas que ya hago. Consiste más bien en poner el acento en el poder Dios. Él
puede hacerlo. Puede cambiarme. Puede
convertir mi corazón que no quiere cambiar.
Fuente: Aleteia
