La
Navidad no es una celebración tipo aniversario, es una celebración de tipo
mistérico que exige ser entendida en su significado para nosotros
El predicador de la Casa Pontificia, el
padre Raniero Cantalamessa realizó este viernes 23 de diciembre en la capilla Rendemptoris Mater en el Vaticano, la cuarta predicación de
Adviento, ante el papa Francisco, cardenales e integrantes de la Curia Romana.
A continuación el texto completo:
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
“ENCARNADO
POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO DE
MARIA VIRGEN”
Navidad, misterio “para nosotros”
Prosiguiendo con nuestras reflexiones
sobre el Espíritu Santo, en la inminencia de la Navidad queremos meditar sobre
el artículo del Credo que habla de la obra del Espíritu Santo en la
encarnación. En el Credo decimos: “Por nosotros los hombres y por nuestra
salvación descendió del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó en el
seno de la Virgen María y se hizo hombre”. Meditemos sobre este artículo de fe,
de una manera no teológica y especulativa, sino espiritual y “edificante”
San Agustín distinguía dos modos de
celebrar un hecho en la historia de la salvación: como misterio (“en
sacramento”), o como simple aniversario. En la celebración a la manera de
aniversario, no se necesita otra cosa -decía- que “indicar con una solemnidad
religiosa el día del año en el cual cae el recuerdo del hecho sucedido”; en la
celebración de tipo mistérico, “no solo se conmemora un hecho, pero se hace de
manera que se entienda su significado para nosotros y se lo acoja devotamente”.
La Navidad no es una celebración tipo
aniversario (la fecha del 25 de diciembre no es debida, sabemos, a motivos
históricos sino simbólicos y de contenido); es una celebración de tipo
mistérico que exige ser entendida en su significado para nosotros. San León
Magno ponía ya en luz el significado místico del “sacramento de la navidad de
Cristo”, diciendo que “los hijos de la Iglesia fueron generados con Cristo en
su nacimiento, como han sido crucificados con él en la pasión y resucitados con
él en la resurrección”.
En el origen de todo está el dato bíblico
que se cumplió una vez por siempre, en María: la Virgen se vuelve madre de
Jesús por obra del Espíritu Santo. Tal misterio histórico como todos los hechos de la salvación
se prolonga a nivel sacramental en la Iglesia y a nivel moral en cada alma creyente.
María en su calidad de Virgen Madre que genera el Cristo es el ejemplar
perfecto del alma creyente. Escuchemos como un autor de la Edad Media, san
Isaac de la Estrella, resume el pensamiento de los Padre sobre este tema:
“María y la Iglesia son una madre y más
madres; una virgen y más vírgenes. Una y otra madre, una y otra virgen. Por
esto en las Escrituras divinamente inspiradas lo que se dice de manera universal
de la Virgen Madre Iglesia, se lo entiende de manera singular de la Virgen
María… En fin, cada alma fiel, esposa del Verbo de Dios, madre hija y hermana
de Cristo, es considerada también ella, a su manera, virgen y fecunda”.
Esta visión patrística ha sido traída a
la luz en el Concilio Vaticano II, en los capítulos que la constitución Lumen
Gentium dedica a María. Aquí, de hecho, en tres párrafos distintos se habla de
la Virgen Madre María, como modelo ejemplar de la Iglesia (n. 63), llamada ella
incluso a ser en la fe, virgen y madre (n. 64), y del alma creyente, imitando
las virtudes de María, hace nacer y crecer a Jesús en su corazón y en el
corazón de sus hermanos (n. 65).
2. “Por obra del Espíritu Santo”
Meditamos sucesivamente sobre el rol de cada uno de los dos protagonistas, el Espíritu Santo y María, para después intentar buscar algún pensamiento en vista de nuestra edificación.
Escribe san Ambrosio:
“Es obra del Espíritu Santo el parto de
la Virgen… No podemos por lo tanto dudar de que sea creador aquel Espíritu que
sabemos ser Autor de la encarnación del Señor… Si por lo tanto la Virgen
concibió gracias a la obra y a la potencia del Espíritu, ¿quien podría negar
que el Espíritu es creador?
Ambrosio interpreta perfectamente, en
este texto, el rol que el Evangelio atribuye al Espíritu Santo en la
encarnación, llamándolo sucesivamente, Espíritu Santo y Potencia del Altísimo
(cf. Lc 1, 35). Eso es el “Spiritus creator” que actúa para llevar a los seres
a la existencia (como en Gn 1, 2), para crear una nueva y más alta situación de
vida; es el Espíritu “que es Señor y da la vida”, como proclamamos en el mismo
símbolo de la fe.
También aquí, como en los inicios, Él
crea “desde la nada”, o sea desde el vacío de las posibilidades humanas, sin necesidad
de ninguna ayuda o de ningún apoyo. Y este “nada”, este vacío, esta ausencia de
explicaciones y de causas naturales se llama, en nuestro caso, la virginidad de
María: “¿Cómo es posible? No conozco hombre… El Espíritu Santo bajará sobre ti”
(Le 1, 34-35). La virginidad es aquí un signo grandioso que no se puede
eliminar o banalizar, sin desarmar todo el tejido de la narración evangélica y
su significado.
El Espíritu que baja sobre María es, por
lo tanto, el Espíritu creador que milagrosamente forma de la Virgen la carne de
Cristo; pero también más, además que el “Creator Spiritus”. Él es para
María, también “fons vivus, ignis, caritas, et spiritalis unctio” o sea:
agua viva, fuego, amor y unción espiritual. Se empobrece enormemente el
misterio si se lo reduce solamente a su dimensión objetiva, o sea a sus
implicaciones dogmáticas (dualidad de las naturalezas, unidad de la persona),
descuidando sus aspectos subjetivos y existenciales.
San Pablo habla de una “carta de Cristo
escrita no con la tinta, pero con el Espíritu de Dios viviente, no sobre tablas
de piedra pero en las tablas de carne de los corazones”(2 Cor 3,3). El Espíritu
Santo escribió esta carta maravillosa que es Cristo, primero en el corazón de
María, de manera que -como dice san Agustín- “mientras la carne de Cristo se
formaba en el seno de María, la verdad de Cristo se imprimía en el corazón de
María”.
El famoso dicho del mismo Agustín según
el cual María “concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo” (“prius
concepit mente quam corpore”) significa que el Espíritu Santo actuó en el
corazón de María iluminándolo y inflamándolo de Cristo, antes aún que en el
seno de María llenándolo de Cristo.
Solo los santos y místicos que tuvieron
una experiencia personal de la irrupción de Dios en su vida pueden ayudarnos a
intuir lo que debió probar María en el momento de la encarnación del Verbo en
su seno. Uno de esos, san Buenaventura, escribe:
“Sobrevino en ella el Espíritu Santo como
fuego divino que inflamó su mente y santificó su carne, confiriéndole una
perfectísima pureza. Pero también la potencia del Altísimo la veló para que
pudiera sostener un semejante ardor…¡Oh, si tú fueras capar de sentir en qué
medida, cuál y cuánto fue grande ese incendio bajado del cielo, cuál el
refrigerio dado, cuál alivio infundido, cuál elevación de la Virgen Madre, la
nobleza dada al género humano, cuánta condescendencia dada por la Majestad
divina!
Pienso que entonces también tú merecerías
cantar con voz suave, junto con la bienaventurada Virgen, ese canto sagrado:
“Mi alma magnifica al Señor”.
La encarnación fue vivida por María como
un evento carismático al máximo grado, que la volvió el modelo del alma
“ferviente en el Espíritu” (Rm 12, 11). Fue su pentecostés. Muchos gestos y
palabras de María, especialmente en la narración de la visita a santa Isabel,
no se entienden si no se mira en esta luz de una experiencia mística sin igual.
Todo aquello que vemos obrarse visiblemente en una persona visitada por la
gracia (amor, alegría, paz, luz) lo debemos reconocer en medida única, en María
en la anunciación. María ha sido la primera en sentir “la sobria ebriedad del
Espíritu” de la cual hemos hablado la vez pasada, y el Magnificat es el mejor
testimonio.
Se trata entretanto de una ebriedad
“sobria” o sea humilde. La humildad de María después de la encarnación nos
aparece como uno de los milagros más grandes de la gracia divina. Como pudo
María soportar el peso de este pensamiento: “¡Tú eres la Madre de Dios! Tu eres
la más alta de las criaturas!”. Lucifer no había soportado esta tensión y,
tomado por el vértigo de su propia altura, había precipitado. Maria no; ella
permanece humilde, modesta como si nada hubiera sucedido en su vida que le
permitiera tener pretensiones. En una ocasión el Evangelio nos la muestra en el
acto de mendigarle a otros incluso la posibilidad de ver a su Hijo: “Tu madre y
tus hermanos, le dicen a Jesús, están afuera y desean verte” (Lc 8, 20).
3. “De María Virgen”
Ahora consideremos más de cerca la parte
de María en la encarnación, su respuesta a la acción del Espíritu Santo. La
parte de María consistía, objetivamente, en haber dado la carne y la sangre al
Verbo de Dios, es decir en su divina maternidad. Recorramos velozmente el
camino histórico, a través del cual la Iglesia ha llegado a contemplar en su
plena luz, esta inaudita verdad: !Madre de Dios¡ ¡Una criatura, madre del
Creador! “Virgen Madre, hija de tu Hijo, humilde y más alta que cualquier
criatura”: así la saluda san Bernardo en la Divina Comedia de Dante Alighieri.
Al inicio y durante todo el período
dominado por la lucha contra la herejía gnóstica y docetista, la maternidad de
María fue vista casi solo como maternidad física o biológica. Estos heréticos
negaban que Cristo tuviera un verdadero cuerpo humano, o si lo tenía, que este
cuerpo humano hubiera nacido de una mujer, o si había nacido de una mujer que
hubiera tenido verdaderamente la carne y sangre de ella. Contra ellos era
necesario por lo tanto afirmar con fuerza que Jesús era el hijo de María y
“fruto de su seno” (Lc 1, 42), y que María era la verdadera y natural madre de
Jesús.
En esta fase antigua, en la cual se
afirma la maternidad real o natural de María contra los gnósticos y los
docetistas, aparece por primera vez el título de Theotókos. De ahora en adelante será
justamente el uso de este título que conducirá la Iglesia al descubrimiento de
una maternidad divina más profunda, que podríamos llamar maternidad metafísica,
en cuanto se refiere a la persona, o a la hipostasis del Verbo.
Esto sucede durante la época de las
grandes controversias cristológicas del V siglo, cuando el problema central
entorno a Jesucristo no es más el de su verdadera humanidad, pero aquel de la
unidad de su persona. La maternidad de María no es más vista solamente en
referencia a la naturaleza humana de Cristo, pero como es más justo, en
referencia a la única persona del Verbo hecho hombre. Y como esta única persona
que María genera no es otra cosa que la persona divina del Hijo, como
consecuencia ella aparece como verdadera “Madre de Dios”.
Entre María y Cristo no hay solamente una
relación de tipo físico, pero también de orden metafísico, y esto la coloca a
una altura vertiginosa, creando una relación singular también entre ella y Dios
Padre. San Ignacio de Antioquía llama a Jesús “Hijo de Dios y de María”, casi
como diríamos de una persona que es hijo de tal hombre y de tal mujer. En el
Concilio de Éfeso esta verdad se vuelve para siempre una conquista de la
Iglesia: “Si alguno -se lee en un texto por él aprobado- no confiesa que Dios es
verdaderamente el Emanuel y que por lo tanto la Santa Virgen, habiendo generado
según la carne el Verbo de Dios hecho hombre, es laTheotókos, sea anatema”.
Pero también esta meta no era definitiva.
Había otro nivel que de la maternidad divina de María a descubrir, después de
lo físico y de lo metafísico. En las controversias cristológicas, el título de Theotókos era valorizado más en función de
la persona de Cristo que respecto a María, si bien era un título mariano. De
tal título no se sacaban aún las consecuencias teológicas que se refieren a la
persona de María, en particular, su santidad única. El título deTheotókos hacía correr el riesgo de volverse
un arma de batalla entre las opuestas corrientes teológicas en cambio de una
expresión de la fe y de la piedad hacia María.
Lo demuestra un particular incómodo que
no va callado. Justamente Cirilo Alejandrino, que combatió como un león por el
título de Theotokos, es el
hombre que entre los Padres de la Iglesia, desentona singularmente respecto a
la santidad de María. El fue entre los pocos que admitió francamente
debilidades y defectos en la vida de María, especialmente a los pies de la
cruz. Aquí, según él, la Madre de Dios vaciló en la fe: “El Señor -escribe-
tuvo en ese punto que proveer a la Madre que había caído en el escándalo y no
había entendido la Pasión, y lo hizo confiándola a Juan, como a un óptimo
maestro para que la corrigiera”
.
¡No podía admitir que una mujer, aunque
fuera la madre de Jesús, pudiera haber tenido una fe mayor de la que tuvieron
los apóstoles que, aunque eran hombres, vacilaron en el momento de la Pasión!
Son palabras que derivan del general menosprecio hacia la mujer que había en el
mundo antiguo y que muestran cuanto poco favoreciera reconocer a María una
maternidad física y metafísica respecto a Jesús, si no se reconocía en ella
también una maternidad espiritual, o sea del corazón además que del cuerpo.
Aquí se coloca la gran aportación de los
autores latinos, en particular de san Agustín, al desarrollo de la mariología.
La maternidad de María es vista por ellos como una maternidad en la fe. Sobre
la palabra de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica, (Lc
8, 21), Agustín escribe:
“¿Podría no haber hecho la voluntad del
Padre, la Virgen María, ella que por fe creyó, por fe concibió, que fue elegida
para que de ella naciera la salvación de los hombres, que fue creada por
Cristo, antes que en ella fuera creado Cristo? Seguramente santa María hizo la
voluntad del Padre y por lo tanto es cosa más grande para Maria haber sido
discípula de Cristo, que haber sido Madre de Cristo”.
Esta última osada afirmación se basa en
la respuesta que Jesús dio a la mujer que proclamaba ‘beata’, la madre por
haberlo llevado en su seno y amamantado: “Bienaventurados más bien aquellos que
escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 11, 27-28).
La maternidad física de María y aquella
metafísica están ahora coronadas por el reconocimiento de una maternidad
espiritual o de fe, que hace de María la primera y más dócil discípula de
Cristo. El fruto más bello de esta nueva visión sobre la Virgen es la
importancia que asume el tema de la ‘santidad’ de María. De ella -escribe
también san Agustín- “por el honor debido al Señor no se debe ni siquiera hacer
mención cuando se habla de pecado”.12 La Iglesia latina expresará esta prerrogativa
con el título de “Inmaculada” y la Iglesia griega con el de “Toda Santa” (Panhagia).
4. El tercer nacimiento de Jesús
Ahora intentemos ver qué es lo que “el
misterio” del nacimiento de Jesús por obra del Espíritu Santo de María Virgen
significa “para nosotros”. Hay un pensamiento osado sobre la Navidad, que pasó
de una época a otra en la boca de los más grandes doctores y maestros del
espíritu de la Iglesia: Orígenes, san Agustín, san Bernardo y otros. Este dice
en sustancia así: “De qué me serviría a mí que Cristo haya nacido una vez en
Belén de María, si él no nace por fe también en mi corazón?”. 13 “Dónde es que Cristo nace en el
sentido más profundo, sino en tu corazón y en tu alma?”, escribe san Ambrosio.
Santo Tomás de Aquino recoge la tradición
constante de la Iglesia cuando explica las tres misas que se celebran en
Navidad en referencia al triple nacimiento del Verbo: aquella del Padre, la
temporaria de la Virgen y la espiritual del alma creyente.15 Haciéndose eco de esta tradición, san
Juan XXIII, en el mensaje navideño de 1962 elevaba esta ardiente oración: “Oh
verbo eterno del Padre, Hijo de Dios y de María, innova también hoy en el
secreto de las almas, el admirable prodigio de tu nacimiento”
¿De dónde viene esta idea osada de que
Jesús no solamente ha nacido “para” nosotros sino también “en” nosotros? San
Pablo habla de Cristo, que debe “formarse” en nosotros (Gal 4, 19); dice también que en el
bautismo el cristiano se “reviste de Cristo (Rm 13, 14) y que Cristo tiene que
venir a “habitar por la fe en nuestros corazones”(Ef 3, 17).El tema del
nacimiento de Cristo en el alma reposa sobre todo en la doctrina del cuerpo
místico. De acuerdo con ella, Cristo repite místicamente “en nosotros” lo que
ha obrado una vez “para nosotros”, en la historia. Esto vale para el misterio
pascual, pero también para el misterio de la encarnación: “El Verbo de Dios,
escribe san Máximo Confesor, quiere repetir en todos los hombres el misterio de
su encarnación”.
El Espíritu Santo nos invita por lo tanto
a “volver al corazón” para celebrar en este, una Navidad más íntima y más
verdadera, que vuelva “verdadera” también la Navidad que celebramos
exteriormente, en los retiros y en las tradiciones.
El Padre quiere generar en nosotros a su
Verbo, para poder pronunciar siempre y nuevamente, dirigiéndose a Jesús y a
nosotros juntos, aquella dulcísima palabra: “Tú eres mi hijo; hoy te he
generado” (Hb 1, 5). El mismo Jesús desea nacer en nuestro corazón. Es así que
lo debemos pensar en la fe: como si en estos últimos días de Adviento, él
pasase en medio de nosotros y golpeara de puerta en puerta como aquella noche
en Belén, en la búsqueda de un corazón en el cual nacer espiritualmente.
San Buenaventura ha escrito un opúsculo
titulado: “Las cinco fiestas del Niño Jesús”. Allí escribe qué quiere decir
concretamente, hacer nacer a Jesús en el propio corazón. El alma devota,
escribe, puede espiritualmente concebir al Verbo de Dios como María en la
Anunciación, darlo a luz como María en la Navidad, darle el nombre como en la
Circuncisión, buscarlo y adorarlo con los Magos en la Epifanía, y finalmente
ofrecerlo al Padre como en la Presentación del Templo.
El alma, explica, concibe a Jesús cuando,
descontenta de la vida que conduce, estimulada por santas inspiraciones y
encendiéndose de santo ardor, y para concluir tomando distancia decididamente
de sus viejos hábitos y defectos es como fecundada espiritualmente por la
gracia del Espíritu Santo y concibe en propósito de una vida nueva. ¡Fue la
concepción de Cristo!
Este propósito de vida nueva debe
entretanto traducirse, sin tardar, en algo concreto, en un cambio posiblemente
también externo y visible en nuestra vida y en nuestros hábitos. Si el
propósito no es puesto en práctica, Jesús es concebido pero no es “dado a luz”.
¡No se celebra “la segunda fiesta” del Niño Jesús que es el Navidad”. Es un
aborto espiritual, uno de los numerosos ‘dejar para después’ de la cual la vida
está llena y una de las razones principales por las cuales tan pocas personas
se vuelven santos.
Si decides cambiar estilo de vida, dice
san Buenaventura, deberás enfrentar dos tipos de tentaciones. Primero te se
presentarán los hombres carnales de tu ambiente para decirte: “es demasiado
arduo lo que emprendes; no lo lograrás nunca, te faltarán las fuerzas, te
perjudicarás la salud; estas cosas no van bien con tu situación, comprometes el
buen nombre y la dignidad de tu cargo…”.
Superado este obstáculo, se presentarán
otros que tienen fama de ser y, quizás lo son también de hecho, personas pías y
religiosas, pero que no creen verdaderamente en la potencia de Dios y de su
Espíritu. Estos te dirán que si inicias a vivir de esta manera -dando tanto
espacio a la oración, evitando las críticas inútiles, haciendo obras de caridad-
serás considerado en breve un santo, un hombre espiritual, y como tú sabes muy
bien de no serlo, acabarás por engañar a la gente y a ser un hipócrita,
atrayendo sobre ti la ira de Dios que indaga los corazones. ¡Deja, tienes que
hacer como todos!
A todas estas tentaciones hay que
responder con fe: “¡No se ha vuelto demasiado corta la mano del Señor al punto
de no poder salvarnos!” (Is 59,
1), y casi con ira contra nosotros mismos, exclamar, como Agustín a la vigilia
de su conversión: “Si estos y estas, por qué no también yo?.
Terminemos recitando la oración
encontrada en un antiguo papiro en el que la Virgen es invocada con el título
de Theotokos, Dei
genitrix, Madre de Dios:
Sub
tuum praesidium confugimus,
Sancta Dei Genetrix.
Nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus,
sed a periculis cunctis libera nos semper,
Virgo gloriosa et benedicta.
Sancta Dei Genetrix.
Nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus,
sed a periculis cunctis libera nos semper,
Virgo gloriosa et benedicta.
Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!
santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!
(Traducción de ZENIT)