Quiero
preparar el corazón para la vida que comienza entre mis manos rotas
Dominio público |
Trae
el Adviento una corriente de aire fresco al alma para que no me estanque. Para que me ponga con prontitud en camino.
Es
como un despertar a una vida nueva que se me regala para que no me duerma. Una
vida que comienza hoy, ahora, en el momento presente en el que digo que sí, que
estoy dispuesto a recorrer mil caminos.
Es un
tiempo de espera y de esperanza. De expectativas concretas. De sueños
inmensos. Cuando el mundo no es como yo quisiera y la vida es más pobre de lo
que yo deseo.
Necesito esa paciencia que
normalmente me falta. Quiero preparar el corazón para la vida que comienza
entre mis manos rotas.
Quiero prepararlo en oración,
con calma, sin pausa, de rodillas. Prepararlo para que no llegue Jesús sin que yo lo sepa,
cuando menos lo espere y mi alma tal vez no esté bien dispuesta.
Me gusta el Adviento lleno de
luces y noches oscuras. Del calor de un hogar. Del frío de esas calles vacías.
Ese frío de la espera. En medio de esa calma infinita del Niño que nace.
Una persona rezaba: “Las estrellas calmas me muestran el
amplio horizonte. Y yo sigo soñando. La oración me sostiene. Ese canto callado que brota de mi alma.
Y sonrío muy quedo. Apenas lo comprendo. Sólo sé que las lágrimas lavan toda mi
alma. Calman mi voz cansada. Levantan mi nostalgia. Me llenan de esperanza. No
sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito”.
Anhelo el infinito. Anhelo
una vida plena. La oración me sostiene. Cada día. Cada hora. Me gusta el
Adviento. Quiero
renovarme por dentro. Volver a comenzar. Alzar de nuevo mi
mirada al infinito. Para no quedarme en lo que ahora me inquieta, en lo finito
que pesa y me turba.
Tiene algo el Adviento que
rompe los límites marcados por mis manos. Cuando me pongo triste, o pierdo la
esperanza. Quiero mirar más lejos, más hondo. Quiero
creer en esa vida eterna que le da sentido a todo lo que vivo.
Se cierran las puertas de la
misericordia al comenzar este Adviento. Aún recuerdo cómo se abrían el Adviento
pasado. Un año de misericordia. Se abren las puertas de mi alma cargada de
misericordia. Y brota ese río de gracias que he podido tocar con mis manos.
Se me ha pegado la misericordia
al alma, a la mirada. Se me ha quedado en las manos, en la piel.
Son vivencias sagradas las
que han jalonado este año. Momentos
de un Dios que me ama como soy, en mi indigencia. Un Dios
misericordia en medio de mi nada.
Ahora comienzo el Adviento con el deseo de
seguir yo siendo una puerta abierta de misericordia para tantos que buscan
posada, un poco de consuelo y algo de esperanza.
Para todos los que tienen en
su alma un deseo de infinito que nada lo calma. Para todos los heridos por una
herida de abandono. Para los que cargan muy dentro una soledad muy honda.
Quiero que cada momento de mi
vida me deje en el alma profundas vivencias de Dios. Para no olvidarme de lo
importante.
Decía el padre José
Kentenich: “Lo que podemos constatar, es que puede
ser que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado,
no está arraigado en lo Eterno. Por eso, es un hecho que la tendencia a tener vivencias religiosas
aparezca como lo más necesario, como el contrapeso que Dios espera y requiere hoy de
nosotros”.
Necesito arraigarme más en
Dios, tocar a Dios, tenerlo sostenido en mi vasija rota, para poder darlo. Tener vivencias de niño abrazado al Dios
de misericordia que me abraza y sostiene.
Es cierto que no quiero acumular vivencias, pero quiero
que mi vida esté marcada de encuentros profundos con Dios. No
tengo que buscar grandes vivencias para sobrevivir. No hace falta.
Pero sí tengo que cuidar en
mi alma las experiencias que he tenido. Para no olvidarlas. Porque son momentos
sagrados en los que Dios me abraza.
No quiero olvidar este año de
la misericordia. No quiero olvidar el amor que Dios me ha dado. El amor que he
tocado en otros brazos que han sido conmigo misericordiosos. No quiero
olvidarme de tantas veces que mis propias manos han sido fuente de misericordia
para otros.
Porque es algo sagrado. Es lo
que queda en el alma cuando todo ha pasado. Es el agua pegada a mi piel al
acabar de pasar el torrente. Es la gracia de Dios pegada a mis huesos después
de haber amado y haber sido amado. Es esa presencia permanente de Dios la que
me cambia por dentro.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente: Aleteia